No sé si ustedes han escuchado
alguna vez la expresión: “Si las paredes hablaran…”, pues en este caso, nunca
mejor dicho. Las casas, a lo largo de los años, vamos guardando experiencias y
secretos de las personas que nos habitan. Escuchamos conversaciones, vemos
nacer y morir, sufrir y amar.
Corrían los años cuarenta, en plena
posguerra, una pareja joven con una niña pequeña vivían en la calle Aribau, con
el abuelo cascarrabias, que día sí y otro también, se discutía con su nuera.
Como la situación era insostenible, el matrimonio decidió mudarse a un piso más
económico, de sesenta metros cuadrados, un poco alejado del centro, cerca de
plaza de España.
El joven era joyero y en una de las
tres habitaciones poco a poco se fue montando su propio taller de joyería. La estancia
de matrimonio era amplia, con una ventana que daba a la galería donde había un
lavadero de piedra. Desde las ventanas se divisaba Montjuic y el Palacio
Nacional, donde por las noches encendían unos focos que iluminaban buena parte
del cielo de Barcelona. Una habitación de paso que daba a un pequeño comedor
cuadrado, una cocina reducida y un wc en el recibidor, era todo lo que daba de
sí la casa. En aquella época no habían cuartos de baños. Eso solo lo tenían los
pisos de los ricos. El lavadero cumplía con todas las funciones de higiene. Los
inquilinos anteriores dejaron los muebles, hechos por el mismo hombre que era
ebanista.
Enseguida supe que esta nueva
familia no se quedaría con una sola hija y a los nueve meses nacía otra hermosa
niña. Entonces se vino a vivir la abuela, madre de la joven, que después del
parto quedó bastante debilitada. Se trajo sus muebles, una cama de nueve
palmos, una cómoda y una máquina de coser Singer.
Se instaló en la habitación de paso con su nieta mayor.
Fueron tiempos muy felices. El joven
joyero era un artista nato, tenía unas manos de oro y así diseñaba y moldeaba
sus piezas. Trabajaba sin respiro, pero disfrutaba con su oficio. Las mujeres
cosían. En aquella casa siempre estaba llena de gente, bien eran clientas o
familiares y amigos. Se vivía en armonía. Eran naturistas y las frutas y
verduras se consumían por kilos. A veces, incluso se hacía espiritismo.
Pero un día oscuro, las risas y el
jolgorio se transformaron en lágrimas y sollozos. La presentí, con su manto
negro envolvió a la pequeñina y se la llevó. La joven madre quedó desolada.
Todos entristecieron por la pérdida de aquel angelito que no pudo superar una
meningitis.
El tiempo todo lo cura y el amor que
se prodigaba la pareja era realmente apasionado. Fruto de ese amor nació otra
niña que acabó de cerrar la herida que dejara su hermanita. Volvieron a comer proteína animal por miedos
de que la niña no hubiera estado suficientemente alimentada.
Al cabo de tres años y siempre con
la ilusión de que el Universo los recompensara con un deseado niño, nació otra
niña, después de un embarazo complicado y un parto adelantado y funesto.
Nuevamente llegó la señora de negro y provocó la segunda tragedia, llevándose
al puntal del hogar, la joven madre de tan solo treinta y ocho años. El padre
le faltó poco para tocar fondo con el panorama que se le presentaba. Tres
niñas, la mayor con escasos quince años cumplidos, una de tres que solo lloraba
buscando a su mamá y una bebita que había que cuidar para que ganara peso. Toda
la familia sin embargo se volcó en darles ayuda. Cada miembro supo cumplir su
papel, bien sea por destino, o porque cuando se presentan estas desgracias en
la vida, la gente saca fuerzas de flaqueza y cumple con su cometido.
Transcurrió el tiempo, y una vez
pasado el duelo, el padre tuvo la oportunidad de prosperar y se fue a trabajar
a Suiza. Se sentía solo, pero allí conoció a una viuda que volvió a despertarle
los sentidos más primitivos. Al llegar la Navidad regresó a casa y sus retoños
entrañables lo hicieron quedar. Entonces asumió que tenía una familia a la que
cuidar, trabajar duro, pero también se merecía satisfacer sus necesidades de
hombre.
Y un desafortunado día, vimos
aparecer a una mujer desconocida que llevaba en sus entrañas al niño tan
deseado. Era el fruto de un sexo descontrolado y un romanticismo equivocado, se
escuchaba en alguna que otra ocasión. Pero las casas solo somos espectadores de
sucesos y errores, ni siquiera podemos hablar ni opinar.
Volvieron a haber pequeñas mudanzas.
La abuela marchó a casa de otra hija en la calle Hospital. Las dos niñas pequeñas
y la hija mayor, que de repente había crecido y madurado debido a la
experiencia de tener que hacer de madre de sus hermanas, se instalaron en la
habitación de paso y el matrimonio con el nuevo retoño en el cuarto más grande.
El lavadero fue substituido por fin por un polibán, se instaló un termo para
calentar el agua y así la pequeña galería se convirtió en un cuarto de baño.
Y cuando todavía no había nacido el
bebé y las niñas se marchaban al colegio después de comer, tuvimos que escuchar
la desagradable sentencia de una mujer ignorante, asustada, que no estaba
dispuesta a hacerles de madre y así lo dejó bien claro a los pocos días después
de la boda. «A mí no me llaméis mamá porque yo no os he parido y jamás seré
vuestra madre» Y así fue para siempre. Separó la familia en dos. «Tus hijas y
mi hijo»
La hija mayor se puso a trabajar y
allí en una joyería encontró a su marido y padre de sus hijas. Se casó y formó
su propio hogar.
Y fueron transcurriendo los años, en
un ambiente hostil, con un hogar destrozado, generando múltiples carencias y
posteriores traumas, que a día de hoy todavía se arrastran. El padre, a pesar
de que encontró trabajo en una empresa, los miedos a un futuro incierto le
impidieron desmontar el taller de joyería e instalar en esa habitación a su tan
deseado hijo varón. El chaval se pasó toda la vida durmiendo con sus padres.
Primero en la cuna y después en una cama plegable.
Y cuando eres consciente de todos
los errores que has cometido y los problemas te superan, llega un momento que
deseas que venga de nuevo la mujer de negro y te lleve. Fue una tarde cuando el
hombre dormía la siesta, noté que el techo de la habitación se abría, dejando
entrar una luz brillante y un agradable perfume de rosas. El se incorporó y
allí, tendiéndole la mano estaba su primera y amada esposa. Joven y esbelta
como el primer día que la conoció en el Rialto y de inmediato se enamoró. «Ven
conmigo cariño». Aquella misma noche le contó a su hija mediana el extraño
sueño. Le advirtió que si algo malo le sucediera encontraría en una carpeta
todos los documentos importantes. Pasaron pocas semanas, y un fatídico día, de
la forma más estúpida que nadie se pudiera imaginar, el hombre regresaba de
hacer unas compras, tropezó con la alfombra de la entrada, abrió la puerta y
cayó de bruces al suelo dándose un golpe mortal en la cabeza.
Y de esta forma la casa se quedó
casi vacía. A la muerte de su padre las muchachas se mudaron a un piso de
alquiler en la Gran Vía. Y el tiempo que no se para fue transcurriendo. El
chaval volvió al útero de su madre. Se había ido la autoridad y el tutor que lo
motivaba. Todo envejeció, la casa fue acumulando trastos y porquería y a pesar
de que ahora podían disponer de las habitaciones que quisieran continuaron
durmiendo juntos la madre y el hijo. En una cama hecha en su día por el
ebanista, pero en la que habían dormido tantos miembros de esta familia.
Un día, la madrastra ya anciana,
también le llegó su hora de marchar. Fue el momento de recuperar la propiedad
por parte de sus herederos. Y así con la ilusión de recuperar no sólo la casa,
sino también la familia, la hija mediana contrató una empresa de reformas y me
limpiaron la cara. Ahora viven los dos hermanos pequeños, aunque las heridas
tan profundas son imposibles de cerrar y más cuando nadie está dispuesto a
conocerse y sanarse. Yo seguiré aquí, viéndolas pasar.
1 comentario:
Roser, una gran historia. Enhorabona m agradat molt😘
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