Esta semana nuestro amigo y
compañero Quico, nos ha puesto un reto altamente difícil de realizar. De todos
modos, nos hemos propuesto aceptarlo e intentar escribir el relato partiendo de
nuestra propia experiencia. También es cierto que este ejercicio sería útil
para la construcción de personajes a la hora de escribir una novela, tal como
aprendimos en el Ateneo. Quién seguro habrá dominado más el tema es nuestra
Toni, que por su profesión en psicología sabrá en profundidad todos los matices
y definiciones para caracterizar a uno y otro personaje.
Como he dicho antes, yo me
basaré en la experiencia vivida, pues si algo tiene de bueno acumular años, y
si vas con los ojos bien abiertos, es que te encuentras de todo en la viña del
señor.
Sin ir más lejos, ayer mismo
cuando fui a dar una vuelta y finalmente me senté en un bar a tomar una WollDamm,
unas mesas más allá de donde yo estaba se escuchaba un griterío, y entre las
voces sobresalía la de un hombre que solo decía tonterías, en un tono alto y
desagradable, muchas veces como si estuviera emitiendo órdenes y que de buen
grado le hubiera dicho: —¡cállate imbécil! Me puse a reír, pues como hace días
que voy pensando en el relato, mira por donde presencié la actuación de un
clarísimo imbécil.
En mi larga andadura
laboral, realmente he conocido todo tipo de perfiles y sin necesidad de hacer
demasiada memoria, ahora me viene a la mente un personaje, que en su momento
fue uno de mis jefes. Antes de describirlo he de decir que hubo un tiempo
lejano, cuando entré de jovencita en la empresa, que a los jefes los veías como
una especie de dioses poseedores de todo el conocimiento y no te imaginabas
poder alcanzar nunca el puesto que ellos ocupaban. A medida que tú ibas
creciendo, tanto en edad como profesionalmente, te ibas dando cuenta que se
acortaba el espacio y por qué no, tú podías ocupar un puesto de responsabilidad
como ellos. Fue la caída de los dioses. Y lo más importante, una “nena”, tal
como nos llamaban en esa época, podía realizar el mismo trabajo que un
hombre. Fue entonces, después de
reivindicar y aprovechar la coyuntura de estar en el momento oportuno y en
lugar adecuado, que tuve la oportunidad de ocuparme de tareas iguales a las que siempre habían desempeñado los hombres.
Fue después de la fusión de dos multinacionales, cuando yo fui a parar a
un departamento como responsable de unas tareas en concreto, y que por su confidencialidad
solo yo conocía. Me pusieron como jefe un personaje que venía de la otra
empresa y que no tenía ni idea de lo que se llevaba entre manos. No hay peor
martirio que te promocionen y vayas a ocupar un puesto que te viene grande y no
tienes ni la formación ni la experiencia para desempeñarlo. Desde el primer
momento yo me presté a colaborar con él, y sinceramente le brindé mi ayuda y
mis conocimientos. Sin embargo, a medida que fue transcurriendo el tiempo, fui
comprobando que era bastante “imbécil”, porque cada vez que se sentía
presionado por los mandos superiores, su incapacidad para resolver el día a
día, creía que gritando y diciendo estupideces se le iban a solucionar todos
los problemas.
También quizás en algún
momento me he encontrado con algún idiota, esa persona de pocas luces, que la
mayoría de las veces acostumbra a ser una persona bondadosa y que tú,
cariñosamente, le dices que no sea idiota y que no se deje tomar el pelo.
Si he de ser autocrítica,
seguramente yo también en alguna ocasión me he comportado como una imbécil o le
he gritado enfurecida “imbécil” a alguien que me está presionado y no he tenido
los suficientes argumentos para rebatirle su discurso o el ataque que me estaba
propiciando.
Hoy día nos encontramos
muchos imbéciles, sobre todo discutiendo de política, cuando no se tiene toda
la información, ni las ideas, ni los valores y la gente se deja manipular por
los medios.
Diría entonces que quizás se
nace idiota, pero imbécil es aquél que por su comportamiento se merece el insulto.
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