Hacía pocos meses que la empresa nos había trasladado a su fábrica en el
Prat de Llobregat, y vino de Alemania una compañera de nuestra filial en
Stuttgart. Su misión era revisar los flujos de trabajo en el departamento de
Logística. Por aquel entonces yo tenía muchos amigos y gente para salir. Un día
me llamó mi amiga Susana, la secretaria del gerente, y me dijo si no me importaba
introducirla en el grupo de mis amigos y enseñarle Barcelona. Por supuesto de
inmediato acepté y enseguida nos hicimos muy buenas amigas. Anne, tenía la enfermedad de Crohn. De hecho, al poco tiempo de estar
con nosotros le dio un brote. Como sabían que éramos amigas me llamaron de su
departamento para que la llevara a urgencias. Ella, pobrecita, ya sabía lo que
le pasaba porque desde jovencita sufría esta enfermedad. La llevé al hospital
de Bellvitge y, después de hacerle varias pruebas, querían ingresarla. Ella me
pidió llorando que por favor no la dejara allí. Entonces me la llevé a mi casa
hasta que se puso mejor y pudo regresar a su país. A partir de ese momento nos
hicimos muy buenas amigas y cuando llegó el verano la fui a visitar. Recuerdo
un largo viaje en autocar. El resto de viajes que más tarde hice fueron por
supuesto en avión. Cuando iba a su casa ella se desvivía en comprarme los
alimentos que sabía que a mí me gustaban. Allí comen bastante diferente, yo soy
un poco vegetariana. Vivía en un bonito apartamento a las afueras de Stuttgart, una localidad llamada Filderstadt. Ella tenía también muchos amigos y día sí y otro
también, teníamos invitaciones para cenar. A veces nos poníamos de acuerdo y
cogíamos las dos los mismos días de vacaciones y ella me llevaba con su coche a
recorrer diferentes poblaciones de Alemania.
Uno
de los últimos viajes que recuerdo fue al Lago Constanza. Allí estuvimos unos
días en un hotelito familiar y una mañana cogimos un barco que nos llevó de
excursión por el Rihn. Navegamos todo el día y al mediodía nos acercaron a un
pequeño pueblo de pescadores cerca de un acantilado. Nos dejaron tiempo libre
para comer y fuimos a una taberna que servían menús. Me sorprendió un bonito
cuadro de una muchacha subida en unas rocas tocando una bandurria. Cerca de
ella se veía unos pescadores que parecía que estaban naufragando. Yo de seguida
me interesé por el cuadro y Anne se
lo preguntó a la camarera. Se trataba de una leyenda: “Lorelei, la sirena del Rhin”
—Cuenta
la leyenda, —empezó relatándonos la chica— hace muchos años vivía en este
pueblo una hermosa doncella que trabajaba en esta taberna. Un día vino un joven
a tomar unas cervezas con sus amigos. Se trataba del hijo de un noble que
habitaba en el castillo, encima del acantilado.
Al instante se quedó prendado de la belleza de la joven y empezó a
cortejarla. Finalmente los dos se enamoraron y empezaron a salir. Cuando le
llegaron los rumores a oídos del padre y se enteró de que su hijo estaba
festejando a una doncella de casa humilde, sin dote alguna, le impidió que
siguiera frecuentándola y apresuró los preparativos de la boda con la hija de
otro noble de un condado vecino. Os podéis imaginar la tristeza inmensa que le
causó a la pobre muchacha —continuó explicando la camarera muy entusiasmada— hasta
el punto que un día sin más, se subió al castillo para encontrarse con su amado
y cuando preguntó por él, no la dejaron entrar y le dijeron que había contraído
matrimonio. Fue tan inmensa la
angustia, que sin pensarlo se lanzó al vació y cayó al mar. Jamás encontraron
su cuerpo. A partir de entonces empezaron a suceder cosas muy extrañas. Hubo
diversos naufragios de barcos que acababan estrellándose contra las rocas. La
leyenda cuenta que Lorelei se
convirtió en una sirena y con su música atraía a los pescadores en venganza de
su traición.
—Qué
historia más bonita —exclamé yo— me encantan las leyendas de amor y desamor.
De
hecho yo soy una experta. Tengo una colección de amores y desamores, que algún
día escribiré un libro. Al igual que Lorelei,
conocí no hace mucho a un hombre que me estuvo cortejando un tiempo, Yo también
me enamoré con locura, sólo su presencia ya me excitaba. Yo sabía que estaba
casado, en eso jamás me engañó, pero quería de una vez por todas romper su
matrimonio, porque según decía, su esposa lo tenía hacia años como un florero. Viajamos
muchísimo y llegó un punto que finalmente se separó de su mujer y cogió un
apartamento en la misma localidad donde yo resido. Os podéis imaginar lo
contenta y feliz que yo me sentía, pues finalmente se había decidido y no lo
tenía que compartir con nadie. Aunque cada uno vivía en su casa, realmente nos
pasábamos la mayor parte del día juntos, compartiendo toda clase de actividades;
esquí, gimnasio, playa, restaurantes, cine, teatro, conciertos, todo aquello
que él, por sus circunstancias, hacía años que no disfrutaba. Cualquier cosa le
hacía mucha ilusión y yo me reía diciéndole que parecía que acabara de salir de
la cárcel, de una condena de treinta años. Un día recuerdo que estábamos dentro
del jacuzzi del gimnasio y me dijo
que necesitaba más espacio. Necesitaba sentirse libre y ver qué había en el
mundo exterior. Si se lo permitía, siempre estaríamos juntos. Yo me entristecí,
pero lo amaba tanto, y por no perderlo, cedí. A la vuelta de un viaje que hicimos a Marraqueix para celebrar el Fin de Año,
me vino a ver a casa y me confesó que se había enamorado de una de esas mujeres
esbeltas, rubias, que calzan zapatos de tacón alto y que por sus experiencias,
saben tratar a los hombres, consiguiendo llevarlos a su terreno. Yo desde luego
carezco de esas armas de mujer.
Poco
después de estos acontecimientos, recibí otra mala noticia. Simplemente me
llegó un whatsapp en alemán, desde el
teléfono de mi amiga Anne,
comunicándome que había fallecido. Me quedé desolada. Precisamente el año
anterior había venido con su hermana a pasar las Navidades a Barcelona, pues su
hermana no había estado nunca. Lo pasamos genial recorriendo todos los lugares
típicos como buenas turistas.
Ahora,
muchos días cuando bajo a ver el mar, y la tristeza me embarga y la angustia no
me deja respirar, me acuerdo de Loreiei. Fijo
la mirada y me parece verla allá en
la lejanía, primero me enseña su bonita cola dorada y luego me observa con benevolencia,
invitándome a que la siga. Yo también me tiraría al mar y dejaría que sus aguas
me engulleran para convertirme en una sirena como ella. Entonces me acuerdo de Anne, ella tan locuaz y bondadosa,
seguro que me diría que yo no fui culpable de nada. Era un matrimonio que
estaba roto hacía muchos años y, lo más importante, yo me enamoré y di y sentí
todo el amor que una mujer puede dar. Fueron unos meses maravillosos y eso
nadie me lo puede quitar. Anne, te
echo mucho a faltar. Qué pena que ya no estés. Me iría a tu casa y seguro que me
harías olvidar a ese hombre que no me convenía.
1 comentario:
Feliz viaje Anne y un te quiero para la escritora Roser
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