El pasado sábado, después de varios
meses sin poder vernos con la familia, finalmente quedamos en nuestro barrio de
toda la vida para celebrar nuestros cumpleaños, el de mi hermana mayor y el
mío. Las dos somos Aries y siempre lo celebramos el mismo día. En un principio
habíamos decidido, incluso teníamos hecha la reserva en una masía de Sant
Celoni, que se come muy bien y que acostumbramos a ir para reunirnos. Nosotros
somos una familia de pocos miembros, seis en total; mis dos hermanas, mis dos
sobrinas y la pareja de la pequeña, pero pertenecemos a cinco burbujas
diferentes porque cada uno vive solo. Las circunstancias nos han llevado a esta
situación. Para evitar controles de los mossos,
Margarita, mi hermana pequeña, que es la
que todavía vive en el piso de papá, se encargó de hacer la nueva reserva en un
restaurante de Cruz Cubierta.
Primero pensé bajar con el coche, pero
luego recordé que los fines de semana cortan la calle desde Plaza de España
hasta Sants. Decidí entonces coger el tren y aprovechar el viaje para ver el
mar y no tener que preocuparme del aparcamiento. Desde hace diez años vivo en
el Maresme. El día se levantó soleado con olor a primavera. No iba demasiada
gente en el tren y el recorrido fue muy agradable. Todo el mundo con sus
mascarillas más o menos bien colocadas. Llegamos a la estación de Sants, y como
hacía tiempo que no la pisaba, encontré algunos cambios, menos personas quizás circulando
de un lugar a otro. Salí de la estación y me dirigí a la calle Párroco Triado.
De repente me subió una emoción que me empañó los ojos. En esa misma calle
estuve viendo un piso, como tantos otros en el barrio. Fue cuando la empresa
donde trabajaba me hizo una oferta y decidimos que yo finalizaría mi contrato
laboral. Por aquel entonces yo vivía en la Gran Vía, esquina Méjico, en un piso
de alquiler con una renta muy alta. Todos mis amigos me aconsejaron que me
comprara un piso. Por supuesto empecé a visitar pisos de segunda mano, algunos
rehabilitados, otros no, por el barrio. Yo tenía un presupuesto ajustado, pues
no conocía lo que me iba a deparar el futuro. Todavía era joven y la seguridad
que me producía trabajar en una multinacional química, seguro que ya no la iba
a tener.
Con estos pensamientos fui caminando
hasta Consejo de Ciento, fijándome en los edificios. Pasé por delante del centro
cívico Casinet de Hostafrancs. Algún
que otro taller había hecho allí. Llegué al mercado. Como era sábado estaba
abierto y se veía la gente habitual que entraba y salía del recinto. También
las pequeñas paradas de fuera, algunas de ellas cerradas, no sé si por el Covid
o por la Semana Santa.
Había quedado con mi familia en
encontrarnos en un parque que hay al final de la calle Leyva, donde hay una
mesa de pim pon. Bajé por la calle
Hostafrancs y pasé por delante del colegio de las monjas. Ahora está
completamente en obras. ¡Cuántos recuerdos, Dios mío! Allí pasé toda mi
infancia hasta los 15 años que terminé Comercio y un día Sor Anastasia llamó a
mi padre y le dijo que fuera a hacer una prueba a una farmacéutica.
Crucé Moyanés y me encontré de bruces
con el edificio donde vivió mi querida amiga MariAngeles. Las imágenes me
llegaban a mi mente de tantos y tantos recuerdos que ya forman parte de un
pasado que estos días de soledad y tristeza llenan el vacío que siento. Vivo
entre recuerdos y sueños con una vida llena de pérdidas, duelos y proyectos en stand by.
Por
fin llegué al parque y mis sobrinas estaban jugando al pim pom. No recordaba
esa plaza y di un vistazo a los edificios intentando encontrar un anuncio de
“se vende”. Me fijé en todos los arbolitos recién plantados de color caldera, que hay en todas
las calles del barrio y que en mi época no estaban.
Mis hermanas estaban sentadas en un
banco, y cuando me vieron llegar con los ojos empañados, al unísono nos
abrazamos. Yo exploté en un llanto reprimido de la emoción de volver a verlas y
como ya me conocen acabamos riendo.
Se acercaba la hora de comer y nos
fuimos todos juntos al restaurante. Margarita y yo nos adelantamos a la
pastelería Abril, donde habíamos encargado el pastel de cumpleaños.
Vino la pareja de mi sobrina y comimos
en una mesa en el exterior, allí mismo en la calle. Les conté la nostalgia que
había sentido al regresar al barrio. Apagamos las velitas y brindamos con cava.
Hicimos bromas imaginando que nos tocaba una lotería y comprábamos una casa
grande, una especie de masía donde pudiéramos vivir todos juntos. Yo prefería
un ático en el barrio, pero mi sobrina mayor decía que en medio de la
Naturaleza. A ella no la hagas vivir en la ciudad.
Nos
hicimos muchas fotos. Me encantan las fotos. Tengo álbumes llenos de recuerdos
como ese día. De tanto en tanto los reviso.
Caminamos
por Cruz Cubierta sin coches y nos sentamos en la calle Vilardell delante de la
Iglesia del Santo Ángel Custodio. Recuerdo que también estuve visitando un piso
en la calle Leyva, delante de donde vive mi hermana. Tenía un pequeño balcón
que daba a la cúpula de la Iglesia. Al final tampoco me lo quedé porque la
escalera estaba desastrosa. Se tenía que hacer reformas tanto en el piso como
en la comunidad.
Nos
despedimos y cada uno regresó a su casa. Yo antes de marchar entré en la
iglesia. En aquel momento iban a empezar el oficio. Un niño vestido de
monaguillo me ofreció una pequeña velita. Pensé quedarme pero todavía tenía que
coger el tren y estamos con restricciones horarias. Hice varias fotos al altar
y a la iglesia. Volvieron los recuerdos. Cuantas veces habíamos rezado en esa
iglesia. Cuando todo era futuro y las creencias estaban bien estructuradas.
Aquellos enamoramientos con Jesús, me llenaban el corazón de felicidad y los
ojos de lágrimas. Aunque ya hace años que no soy creyente, siempre que visito
algún lugar me gusta entrar en la iglesia y sentir la paz que se respira.
Me
volví a la estación feliz, de todos los momentos vividos ese día. Regresé a mi
pueblo y durante varios días estuve dándole vueltas al asunto de volver a mi
querida ciudad Barcelona, la ciudad que me vio nacer, donde viví la mayor parte
de mi vida y por culpa de la carestía de la vivienda tuve que abandonar.
Hoy
volvemos a estar confinados en la comarca y mi único aliciente es bajar a ver
el mar. Doy un paseo y me siento a contemplarlo en toda su grandeza. La mar me
reconforta. Luego vuelvo a mi apartamento y valoro lo que tengo. Esta pandemia
pasará algún día y podremos volver a abrazarnos y seguir con nuestras
actividades que nos hacen felices.
2 comentarios:
Amén....
Un abrazote!!!
Viva Hostafrancs
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