jueves, 15 de abril de 2021

HOSTAFRANCS

 




          El pasado sábado, después de varios meses sin poder vernos con la familia, finalmente quedamos en nuestro barrio de toda la vida para celebrar nuestros cumpleaños, el de mi hermana mayor y el mío. Las dos somos Aries y siempre lo celebramos el mismo día. En un principio habíamos decidido, incluso teníamos hecha la reserva en una masía de Sant Celoni, que se come muy bien y que acostumbramos a ir para reunirnos. Nosotros somos una familia de pocos miembros, seis en total; mis dos hermanas, mis dos sobrinas y la pareja de la pequeña, pero pertenecemos a cinco burbujas diferentes porque cada uno vive solo. Las circunstancias nos han llevado a esta situación. Para evitar controles de los mossos,  Margarita, mi hermana pequeña, que es la que todavía vive en el piso de papá, se encargó de hacer la nueva reserva en un restaurante de Cruz Cubierta.

          Primero pensé bajar con el coche, pero luego recordé que los fines de semana cortan la calle desde Plaza de España hasta Sants. Decidí entonces coger el tren y aprovechar el viaje para ver el mar y no tener que preocuparme del aparcamiento. Desde hace diez años vivo en el Maresme. El día se levantó soleado con olor a primavera. No iba demasiada gente en el tren y el recorrido fue muy agradable. Todo el mundo con sus mascarillas más o menos bien colocadas. Llegamos a la estación de Sants, y como hacía tiempo que no la pisaba, encontré algunos cambios, menos personas quizás circulando de un lugar a otro. Salí de la estación y me dirigí a la calle Párroco Triado. De repente me subió una emoción que me empañó los ojos. En esa misma calle estuve viendo un piso, como tantos otros en el barrio. Fue cuando la empresa donde trabajaba me hizo una oferta y decidimos que yo finalizaría mi contrato laboral. Por aquel entonces yo vivía en la Gran Vía, esquina Méjico, en un piso de alquiler con una renta muy alta. Todos mis amigos me aconsejaron que me comprara un piso. Por supuesto empecé a visitar pisos de segunda mano, algunos rehabilitados, otros no, por el barrio. Yo tenía un presupuesto ajustado, pues no conocía lo que me iba a deparar el futuro. Todavía era joven y la seguridad que me producía trabajar en una multinacional química, seguro que ya no la iba a tener.

          Con estos pensamientos fui caminando hasta Consejo de Ciento, fijándome en los edificios. Pasé por delante del centro cívico Casinet de Hostafrancs. Algún que otro taller había hecho allí. Llegué al mercado. Como era sábado estaba abierto y se veía la gente habitual que entraba y salía del recinto. También las pequeñas paradas de fuera, algunas de ellas cerradas, no sé si por el Covid o por la Semana Santa.

          Había quedado con mi familia en encontrarnos en un parque que hay al final de la calle Leyva, donde hay una mesa de pim pon. Bajé por la calle Hostafrancs y pasé por delante del colegio de las monjas. Ahora está completamente en obras. ¡Cuántos recuerdos, Dios mío! Allí pasé toda mi infancia hasta los 15 años que terminé Comercio y un día Sor Anastasia llamó a mi padre y le dijo que fuera a hacer una prueba a una farmacéutica.

          Crucé Moyanés y me encontré de bruces con el edificio donde vivió mi querida amiga MariAngeles. Las imágenes me llegaban a mi mente de tantos y tantos recuerdos que ya forman parte de un pasado que estos días de soledad y tristeza llenan el vacío que siento. Vivo entre recuerdos y sueños con una vida llena de pérdidas, duelos y proyectos en stand by.

          Por fin llegué al parque y mis sobrinas estaban jugando al pim pom. No recordaba esa plaza y di un vistazo a los edificios intentando encontrar un anuncio de “se vende”. Me fijé en todos los arbolitos recién plantados de color caldera, que hay en todas las calles del barrio y que en mi época no estaban.

          Mis hermanas estaban sentadas en un banco, y cuando me vieron llegar con los ojos empañados, al unísono nos abrazamos. Yo exploté en un llanto reprimido de la emoción de volver a verlas y como ya me conocen acabamos riendo.

          Se acercaba la hora de comer y nos fuimos todos juntos al restaurante. Margarita y yo nos adelantamos a la pastelería Abril, donde habíamos encargado el pastel de cumpleaños.  

          Vino la pareja de mi sobrina y comimos en una mesa en el exterior, allí mismo en la calle. Les conté la nostalgia que había sentido al regresar al barrio. Apagamos las velitas y brindamos con cava. Hicimos bromas imaginando que nos tocaba una lotería y comprábamos una casa grande, una especie de masía donde pudiéramos vivir todos juntos. Yo prefería un ático en el barrio, pero mi sobrina mayor decía que en medio de la Naturaleza. A ella no la hagas vivir en la ciudad.

Nos hicimos muchas fotos. Me encantan las fotos. Tengo álbumes llenos de recuerdos como ese día. De tanto en tanto los reviso.

Caminamos por Cruz Cubierta sin coches y nos sentamos en la calle Vilardell delante de la Iglesia del Santo Ángel Custodio. Recuerdo que también estuve visitando un piso en la calle Leyva, delante de donde vive mi hermana. Tenía un pequeño balcón que daba a la cúpula de la Iglesia. Al final tampoco me lo quedé porque la escalera estaba desastrosa. Se tenía que hacer reformas tanto en el piso como en la comunidad.

Nos despedimos y cada uno regresó a su casa. Yo antes de marchar entré en la iglesia. En aquel momento iban a empezar el oficio. Un niño vestido de monaguillo me ofreció una pequeña velita. Pensé quedarme pero todavía tenía que coger el tren y estamos con restricciones horarias. Hice varias fotos al altar y a la iglesia. Volvieron los recuerdos. Cuantas veces habíamos rezado en esa iglesia. Cuando todo era futuro y las creencias estaban bien estructuradas. Aquellos enamoramientos con Jesús, me llenaban el corazón de felicidad y los ojos de lágrimas. Aunque ya hace años que no soy creyente, siempre que visito algún lugar me gusta entrar en la iglesia y sentir la paz que se respira.

Me volví a la estación feliz, de todos los momentos vividos ese día. Regresé a mi pueblo y durante varios días estuve dándole vueltas al asunto de volver a mi querida ciudad Barcelona, la ciudad que me vio nacer, donde viví la mayor parte de mi vida y por culpa de la carestía de la vivienda tuve que abandonar.

Hoy volvemos a estar confinados en la comarca y mi único aliciente es bajar a ver el mar. Doy un paseo y me siento a contemplarlo en toda su grandeza. La mar me reconforta. Luego vuelvo a mi apartamento y valoro lo que tengo. Esta pandemia pasará algún día y podremos volver a abrazarnos y seguir con nuestras actividades que nos hacen felices.




 




2 comentarios:

Margot dijo...

Amén....
Un abrazote!!!

Rosa dijo...

Viva Hostafrancs