sábado, 10 de abril de 2021

LA FLOR DE LA CANELA

 


                                                    


 

       

Una tarde calurosa del mes de agosto, allá por los años setenta, en un antiguo piso del barrio del Rabal, sonaba una música de María Dolores Pradera, La Flor de la Canela. Dos jóvenes habían regresado de pasar la mañana en la playa y con sus cuerpos todavía encendidos y bronceados por un sol sofocante, escuchando los acordes de la guitarra y la voz melosa que cantaba,  acercaron sus labios y tímidamente se dieron un beso; luego surgió otro y a medida que la canción avanzaba, los besos fueron haciéndose más intensos con un sabor dulzón y textura de miel.

          Esteban y Cruz se habían conocido en la misma empresa donde trabajaban, una farmacéutica suiza donde por aquel entonces, la mayoría de trabajadores eran jóvenes recién salidos del colegio o la universidad. Cruz tenía diecisiete años y Esteban diecinueve. La empresa había creado un club para sus trabajadores, con diversas actividades; biblioteca, teatro, toda clase de deportes e incluso organizaba salidas, excursiones y pequeños viajes. Aquel ambiente paternalista, pero muy agradable, hizo que surgieran muchas parejas.

          ­—­¿Has visto en el tablón de anuncios el curso de submarinismo que harán este verano? —preguntó Esteban a Cruz.

          —¡Ostras, sí! Te lo quería comentar, nos podríamos apuntar. He preguntado a la secretaria del club y me ha dicho que te has de hacer socio de las piscinas Montjuic y que allí harán las pruebas, pero que no nos preocupemos porque estará subvencionado por el club. 

 

          ¡Qué recuerdos, qué tiempos aquellos! Yo era esa jovencita, recién salida del colegio de las monjas, que un buen día en las vacaciones de verano, llamó a casa Sor Anastasia para que fuera a hacer una entrevista a una empresa multinacional. Pasada la prueba, enseguida me contrataron y, cuando llegó el mes de octubre, me incorporé a la empresa en un departamento con chicas de mi misma edad y una encargada que, ¡qué casualidad!, era hermana de una de las monjas del colegio. Esto significó que mi adaptación fuese  inmediata, pues casi era más de lo mismo. Todo pecado, pecado, pecado.

          Durante los años de colegio, yo era una niña retraída, huérfana de madre, con una madrastra que pasaba olímpicamente de mí, un padre bondadoso, pero que jamás llegó a cubrir la ausencia de mi madre y, por lo tanto, yo arrastraba fuertes carencias afectivas. La educación en el colegio era autoritaria y deficiente: rezar, ir a misa, labores, historia sagrada, biografías de vírgenes mártires beatas, pocas matemáticas, ¡ah!, y lo bueno y religioso que era Franco. ¡Esto sí que era adoctrinamiento!. Por supuesto jamás se hablaba de sexo ni nada que se le pareciese. Incluso los sueños eran pecado. Unas amigas y yo, las más intimas, queríamos ser monjas y siempre íbamos con las novicias que volcaban su cariño hacia nosotras. Éramos adolescentes y yo sufría unos enamoramientos que me producían un desequilibrio emocional terrible. A los chicos no los veíamos ni en pintura, porque cuando íbamos de colonias, si salíamos de excursión, las monjas ya procuraban que ni siquiera nos cruzáramos por el camino. La piscina la utilizábamos en días alternos y en la iglesia nos sentábamos en bancos separados.

          Por todo ello, cuando ya llevaba dos años en la empresa y nos trasladamos a otro edificio, porque otra multinacional nos había comprado, yo fui la primera a quién cambiaron a un departamento donde el personal era mixto. Cuando algún compañero se me acercaba y me prodigaba alguna sonrisa o palabra amable, yo me sonrojaba, temblaba e interpretaba que me estaba tirando los tejos, si es que no me llegaba incluso a enamorar.

          Al poco tiempo entró a trabajar Esteban, dos años mayor que yo, y enseguida hicimos buenas migas y empezamos a salir juntos. Nos apuntamos al curso de submarinismo. Fue una experiencia genial. A los dos nos encantaba la playa, el mar y fue así como cada vez íbamos intimando más, aunque no siempre salíamos solos porque teníamos un grupito de compañeros con los que compartíamos salidas y otras actividades.

          Aquel verano fue maravilloso y un día al regresar de la playa, nos dimos el primer beso. Recuerdo todo lo que sentí aquella tarde, mi corazón iba a explotar.  Me encantaba su compañía, porque era como una enciclopedia en pequeño. Sabía de todo un poco y yo me quedaba embelesada escuchándolo. Tanto hablábamos de los extraterrestres y mirábamos hacía el cielo buscando algún avistamiento, como leíamos los libros de  Lobsang Rampa, y por la noche intentábamos hacer viajes astrales. Al día siguiente comentábamos en el trabajo nuestra propia experiencia. 

          Un verano nos fuimos de vacaciones a Santander, con mi amiga del cole y su pareja. Esteban aprovechó para visitar a su familia, pero venía a dormir conmigo al apartamento que habíamos alquilado. La otra pareja no salían de la habitación y se pasaban la mayor parte del tiempo haciendo el amor. Nosotros lo único que sabíamos hacer, al menos yo, era besarnos, acariciarnos, hablar, reír, fumar, (en aquella época también lo hacías en la cama) y poco más. Ninguno de los dos se atrevía a ir más allá. Yo desde luego no tenía ni idea. También es verdad que de alguna manera todavía creía que debía conservar mi virginidad hasta el matrimonio.

          En el trabajo todos nos consideraban como una pareja y algunos de esos compañeros con los que compartíamos actividades se reían y comentaban sobre mi virginidad.

          Recuerdo un día, cuando ya llevábamos bastante tiempo saliendo, que se quedó a dormir en mi casa. Mi padre se había ido con su esposa y mi hermano pequeño a la Costa Brava. Estábamos los dos en mi cama y empezamos como siempre a jugar y a besarnos. Llegó un punto en que decidí poner fin a aquella situación estúpida y le pedí que continuáramos hasta el final. Quería dejar de ser virgen. El cuerpo me lo pedía. La temperatura había subido hasta el punto que sentía que estaba a cuarenta de fiebre. «No me funciona», me dijo incorporándose un poco y estirándose a mi lado. No le di ninguna importancia y nos pusimos a dormir.

          Pocos días después nos fuimos a pasar el fin de semana a Cadaqués. Yo iba ilusionada pensando en continuar lo que habíamos empezado. Me encantaba pensar que éramos novios. Él había regresado de la mili y ya no volvió a la empresa. Durante aquel tiempo preparó oposiciones y entró a trabajar en La Caixa. Ganaba un sueldo impresionante y algunas veces hablábamos del futuro, de comprar una especie de masía con caballos. A los dos nos encantaba montar. Aquella noche cenamos en uno de esos restaurantes románticos que hay cerca del mar y después de tomarnos un par de cubalibres nos fuimos al hotel. Nos quitamos la ropa y Esteban se encendió un cigarrillo. Yo ya estaba desnuda estirada en la cama esperando que él también lo hiciera. Se le veía nervioso, dando grandes caladas al cigarrillo. No sabía cómo decírmelo. Parecía que no encontraba las palabras adecuadas. «Tengo que contarte algo importante», me dijo, poniendo cara seria. «No puedo seguir siendo tu novio como a ti te gustaría, porque a mí me gustan los hombres. Por eso te fui dando largas y te contesté con evasivas a la carta que me enviaste al cuartel pidiéndome que me comprometiera y formalizáramos nuestra relación».

          Me quedé helada y no supe qué contestarle. Solo se me ocurrió decirle que yo no podía ayudarlo, ya que no tenía ninguna experiencia. Me contó que ya desde niño le gustaban los otros niños del colegio, incluso de más mayor se excitaba con ellos. La educación del momento también le hacía abandonar esos impulsos e intentaba en vano relacionarse con chicas para reconducir su naturaleza. Aquella noche salió del armario. Poco tiempo después encontró el amor de su vida en la universidad de Bellas Artes. Ahora son una pareja estable.

          Yo cargué con mi virginidad bastantes años más y, la verdad, no sé en qué preciso momento la perdí. Quizás un verano de vacaciones por Italia, con un tipo llamado Armando. Por supuesto me enamoré y estuve colgada bastante tiempo imaginando que vendría a buscarme para casarnos.

          Luego continuaron pasando hombres por mi vida, de los que algunos de inmediato me enamoraba, aunque ellos más bien me consideraban solo como una amiga, o incluso una hermana, diciéndome al cabo de un tiempo adiós con una frase lapidaria: «Mira que eres guapa, inteligente, buena persona, pero yo ahora no puedo comprometerme».

          He llegado a creer, e incluso a preguntarme: ¿Dónde siento yo el amor? ¿Seré asexuada?

1 comentario:

Manuel dijo...

Roser se expresa de forma directa, muy personal, dándole al relato tintes de monólogo. Nos cuenta la historia de dos adolescentes que buscan su identidad sexual bajo la presión de una sociedad dominada por todo tipo de represiones. Esteban está claramente definido pero Cruz, ¿qué busca, el amor o el compromiso? ¿ha llegado a conocer el amor? La duda que plantea al final, abre la puerta a un conflicto no solucionado, tanto emocional como de identidad sexual.