Una
tarde calurosa del mes de agosto, allá por los años setenta, en un antiguo piso
del barrio del Rabal, sonaba una música de María Dolores Pradera, La Flor de la Canela. Dos jóvenes habían
regresado de pasar la mañana en la playa y con sus cuerpos todavía encendidos y
bronceados por un sol sofocante, escuchando los acordes de la guitarra y la voz
melosa que cantaba, acercaron sus labios
y tímidamente se dieron un beso; luego surgió otro y a medida que la canción
avanzaba, los besos fueron haciéndose más intensos con un sabor dulzón y
textura de miel.
Esteban y Cruz se habían conocido en
la misma empresa donde trabajaban, una farmacéutica suiza donde por aquel
entonces, la mayoría de trabajadores eran jóvenes recién salidos del colegio o
la universidad. Cruz tenía diecisiete años y Esteban diecinueve. La empresa
había creado un club para sus trabajadores, con diversas actividades;
biblioteca, teatro, toda clase de deportes e incluso organizaba salidas,
excursiones y pequeños viajes. Aquel ambiente paternalista, pero muy agradable,
hizo que surgieran muchas parejas.
—¿Has visto en el tablón de anuncios
el curso de submarinismo que harán este verano? —preguntó Esteban a Cruz.
—¡Ostras, sí! Te lo quería comentar,
nos podríamos apuntar. He preguntado a la secretaria del club y me ha dicho que
te has de hacer socio de las piscinas Montjuic y que allí harán las
pruebas, pero que no nos preocupemos porque estará subvencionado por el
club.
¡Qué recuerdos, qué tiempos aquellos!
Yo era esa jovencita, recién salida del colegio de las monjas, que un buen día en
las vacaciones de verano, llamó a casa Sor Anastasia para que fuera a hacer una
entrevista a una empresa multinacional. Pasada la prueba, enseguida me
contrataron y, cuando llegó el mes de octubre, me incorporé a la empresa en un
departamento con chicas de mi misma edad y una encargada que, ¡qué casualidad!,
era hermana de una de las monjas del colegio. Esto significó que mi adaptación
fuese inmediata, pues casi era más de lo
mismo. Todo pecado, pecado, pecado.
Durante los años de colegio, yo era
una niña retraída, huérfana de madre, con una madrastra que pasaba
olímpicamente de mí, un padre bondadoso, pero que jamás llegó a cubrir la
ausencia de mi madre y, por lo tanto, yo arrastraba fuertes carencias
afectivas. La educación en el colegio era autoritaria y deficiente: rezar, ir a
misa, labores, historia sagrada, biografías de vírgenes mártires beatas, pocas
matemáticas, ¡ah!, y lo bueno y religioso que era Franco. ¡Esto sí que era
adoctrinamiento!. Por supuesto jamás se hablaba de sexo ni nada que se le
pareciese. Incluso los sueños eran pecado. Unas amigas y yo, las más intimas,
queríamos ser monjas y siempre íbamos con las novicias que volcaban su cariño
hacia nosotras. Éramos adolescentes y yo sufría unos enamoramientos que me
producían un desequilibrio emocional terrible. A los chicos no los veíamos ni
en pintura, porque cuando íbamos de colonias, si salíamos de excursión, las
monjas ya procuraban que ni siquiera nos cruzáramos por el camino. La piscina
la utilizábamos en días alternos y en la iglesia nos sentábamos en bancos
separados.
Por todo ello, cuando ya llevaba dos
años en la empresa y nos trasladamos a otro edificio, porque otra multinacional
nos había comprado, yo fui la primera a quién cambiaron a un departamento donde
el personal era mixto. Cuando algún compañero se me acercaba y me prodigaba
alguna sonrisa o palabra amable, yo me sonrojaba, temblaba e interpretaba que
me estaba tirando los tejos, si es que no me llegaba incluso a enamorar.
Al poco tiempo entró a trabajar
Esteban, dos años mayor que yo, y enseguida hicimos buenas migas y empezamos a
salir juntos. Nos apuntamos al curso de submarinismo. Fue una experiencia
genial. A los dos nos encantaba la playa, el mar y fue así como cada vez íbamos
intimando más, aunque no siempre salíamos solos porque teníamos un grupito de
compañeros con los que compartíamos salidas y otras actividades.
Aquel verano fue maravilloso y un día
al regresar de la playa, nos dimos el primer beso. Recuerdo todo lo que sentí
aquella tarde, mi corazón iba a explotar. Me encantaba su compañía, porque era como una
enciclopedia en pequeño. Sabía de todo un poco y yo me quedaba embelesada
escuchándolo. Tanto hablábamos de los extraterrestres y mirábamos hacía el
cielo buscando algún avistamiento, como leíamos los libros de Lobsang
Rampa, y por la noche intentábamos hacer viajes astrales. Al día
siguiente comentábamos en el trabajo nuestra propia experiencia.
Un verano nos fuimos de vacaciones a
Santander, con mi amiga del cole y su pareja. Esteban aprovechó para visitar a
su familia, pero venía a dormir conmigo al apartamento que habíamos alquilado.
La otra pareja no salían de la habitación y se pasaban la mayor parte del
tiempo haciendo el amor. Nosotros lo único que sabíamos hacer, al menos yo, era
besarnos, acariciarnos, hablar, reír, fumar, (en aquella época también lo
hacías en la cama) y poco más. Ninguno de los dos se atrevía a ir más allá. Yo
desde luego no tenía ni idea. También es verdad que de alguna manera todavía
creía que debía conservar mi virginidad hasta el matrimonio.
En el trabajo todos nos consideraban
como una pareja y algunos de esos compañeros con los que compartíamos
actividades se reían y comentaban sobre mi virginidad.
Recuerdo un día, cuando ya llevábamos
bastante tiempo saliendo, que se quedó a dormir en mi casa. Mi padre se había
ido con su esposa y mi hermano pequeño a la Costa Brava. Estábamos los dos en
mi cama y empezamos como siempre a jugar y a besarnos. Llegó un punto en que
decidí poner fin a aquella situación estúpida y le pedí que continuáramos hasta
el final. Quería dejar de ser virgen. El cuerpo me lo pedía. La temperatura
había subido hasta el punto que sentía que estaba a cuarenta de fiebre. «No me
funciona», me dijo incorporándose un poco y estirándose a mi lado. No le di
ninguna importancia y nos pusimos a dormir.
Pocos días después nos fuimos a pasar
el fin de semana a Cadaqués. Yo iba
ilusionada pensando en continuar lo que habíamos empezado. Me encantaba pensar
que éramos novios. Él había regresado de la mili y ya no volvió a la empresa.
Durante aquel tiempo preparó oposiciones y entró a trabajar en La Caixa. Ganaba
un sueldo impresionante y algunas veces hablábamos del futuro, de comprar una especie
de masía con caballos. A los dos nos encantaba montar. Aquella noche cenamos en
uno de esos restaurantes románticos que hay cerca del mar y después de tomarnos
un par de cubalibres nos fuimos al hotel. Nos quitamos la ropa y Esteban se
encendió un cigarrillo. Yo ya estaba desnuda estirada en la cama esperando que
él también lo hiciera. Se le veía nervioso, dando grandes caladas al
cigarrillo. No sabía cómo decírmelo. Parecía que no encontraba las palabras
adecuadas. «Tengo que contarte algo importante», me dijo, poniendo cara seria. «No
puedo seguir siendo tu novio como a ti te gustaría, porque a mí me gustan los
hombres. Por eso te fui dando largas y te contesté con evasivas a la carta que
me enviaste al cuartel pidiéndome que me comprometiera y formalizáramos nuestra
relación».
Me quedé helada y no supe qué
contestarle. Solo se me ocurrió decirle que yo no podía ayudarlo, ya que no
tenía ninguna experiencia. Me contó que ya desde niño le gustaban los otros
niños del colegio, incluso de más mayor se excitaba con ellos. La educación del
momento también le hacía abandonar esos impulsos e intentaba en vano
relacionarse con chicas para reconducir su naturaleza. Aquella noche salió del
armario. Poco tiempo después encontró el amor de su vida en la universidad de
Bellas Artes. Ahora son una pareja estable.
Yo cargué con mi virginidad bastantes
años más y, la verdad, no sé en qué preciso momento la perdí. Quizás un verano
de vacaciones por Italia, con un tipo llamado Armando. Por supuesto me enamoré y
estuve colgada bastante tiempo imaginando que vendría a buscarme para casarnos.
Luego continuaron pasando hombres por mi
vida, de los que algunos de inmediato me enamoraba, aunque ellos más bien me
consideraban solo como una amiga, o incluso una hermana, diciéndome al cabo de
un tiempo adiós con una frase lapidaria: «Mira que eres guapa, inteligente,
buena persona, pero yo ahora no puedo comprometerme».
He llegado a creer, e incluso a
preguntarme: ¿Dónde siento yo el amor? ¿Seré asexuada?
1 comentario:
Roser se expresa de forma directa, muy personal, dándole al relato tintes de monólogo. Nos cuenta la historia de dos adolescentes que buscan su identidad sexual bajo la presión de una sociedad dominada por todo tipo de represiones. Esteban está claramente definido pero Cruz, ¿qué busca, el amor o el compromiso? ¿ha llegado a conocer el amor? La duda que plantea al final, abre la puerta a un conflicto no solucionado, tanto emocional como de identidad sexual.
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