Llevo
dos años viviendo entre sueños y recuerdos, anclada en un pasado que al menos
me dio bonitas vivencias, y por las noches se me muestran en imágenes como si
de una película se tratara. El futuro cada vez más incierto y un presente que
si dura mucho más … me agobia y oprime en una cruel soledad.
Al ver la fotografía, al instante mi mente voló a mi
viaje a Tailandia, allá por el año 2000, y en especial al día que navegamos
con este tipo de barcazas por el rio Mekong, hasta llegar al Triángulo de Oro,
llamado así al territorio que ocupan las tres fronteras de Tailandia, Birmania
y Laos. Aquel día visitamos la tribu de “las mujeres jirafa”. Un triste
espectáculo, demostrando una vez más la estupidez y crueldad de ciertas
tradiciones ancestrales. Por suerte la chicas jóvenes ya han dejado atrás este
suplicio y nadie más pasa por este trance de por vida. Sólo vimos mujeres
mayores con sus collares alargados en espiral, que desde la infancia han de
llevar toda su vida hasta la tumba.
Yo viajaba sola, en un grupo organizado de
diecinueve personas, con lo cual yo era el número impar. Dormía en habitación
individual, pero durante todo el viaje siempre mi pareja era la guía. Era una
alemana de mediana edad, mujer con experiencia y muy curtida que vivía en
Alicante. Ella y yo nos hicimos amigas de tanto compartir. Yo me relacionaba
con todo el grupo sin ningún problema, me considero una persona sociable y no
tengo dificultad para entablar amistad con la gente. Hubo un día incluso, de
esos que te dejan libre para ir de compras, fue en Chiang Rai, cuando ya
llevábamos bastantes días de viaje y de comer la misma comida de siempre lo
mismo, que al principio te hace gracia, pero que al final ya deseas tu buen
chuletón y la guía me propuso ir a comer a casa Antonio. Aquel día fue un
festín porque nos comimos un super entrecot de carne australiana, acompañado de
un vino de Rioja que nos supo a gloria.
Recuerdo todo el viaje con mucho cariño, hasta los
últimos nada menos que cinco días que el grupo se dispersó. Cuando contraté el
viaje en la agencia, me dijeron que el viaje duraba 15 días en grupo con la guía,
yendo siempre juntos a todas partes y que los últimos cinco se consideraban una
extensión a varios destinos que podías escoger. La mayoría del grupo, que en
aquel momento yo no conocía, se fueron a las playas de Pattaya. Yo no sé ahora
porqué opté por ir a Phuket, allí donde años más tarde ocurrió el tsunami que
asoló a toda la población. Si hubiese estado en mi destino, aquella ola gigante
me hubiera arrastrado como les sucedió a tantos turistas. Mi hotel estaba a
primera línea de playa.
Solo una pareja del grupo había escogido el mismo
hotel. La chica era enfermera y enseguida que vio que yo estaba sola me dijo
que si quería ir con ellos a cenar. Así lo hicimos y todo parecía ir muy bien
hasta que al cabo de un rato me percaté que su compañero se sentía incómodo
conmigo. Eran una de esas parejas que no pegan ni con cola. Ella una chica
locuaz y él un tipo de esos de “encefalograma plano” que no saben casi ni
pronunciar dos palabras seguidas, pero que en la cama deben hacer maravillas. Sin
cortarse para nada y sin ningún pudor, le dijo a su pareja «oye yo me he
apuntado contigo al viaje para que estemos solos, no para ir con esta tía». Al
día siguiente, ella un poco avergonzada vino a mi habitación a decirme que
aquel día querían estar solos. Yo por supuesto le dije que no se preocupara. Ya
no los vi más hasta el último día.
Entonces aparecieron todos mis males, miedos y
carencias. Como siempre, una de tantas en mi vida, yo estaba enamorada de un
tipo que había conocido por Internet y que solo había visto una vez, pero que
en aquellos momentos no sabía todavía que todo sería un gran engaño y aún tenía
esperanza de que lo volvería a ver.
No me apetecía ir sola a la playa y mucho menos
salir por la noche a cenar, en un lugar lúgubre que por las noches se convertía
en una caza de jovencitas, casi niñas, por tíos babosos de todas las
nacionalidades que buscaban sexo. Me quedaba en la piscina, comía y cenaba en
el hotel. Aquellos días se me hicieron interminables. En la habitación tenía un
catálogo con todos los servicios que proporcionaba el hotel y contraté una
mañana a una esteticista. La chica muy jovencita, pero no por ello menos
eficiente, me extendió dos pegotes de cera en los muslos y de un buen tirón
arrancó los pelos que con tanto calor habían crecido durante aquellos días.
Después disfruté de un masaje completo que me dejó como nueva y me hizo subir
el ánimo. Al terminar me fui a recepción y me apunté a una excursión
facultativa para visitar varias islas cercanas,
verdaderos paraísos que Leonardo Dicaprio nos mostró en la película La
Playa.
Al día siguiente, muy temprano, un autocar lleno de
turistas que venían de Malasia me pasaron a recoger. Por la mañana buceamos en
un mar transparente de aguas azul claro plegado de fauna marina. Luego tomamos
el sol en una playa de arena blanca. Allí me sentí tan triste y sola, añorando
un amor imposible que se me negaba porque no existía. Yo estaba en el fin del
mundo, en un verdadero paraíso y me sentía tan desdichada. A la hora de comer
conocí a una pareja que al contrario de los otros enseguida me adoptaron y me
ofrecieron comer con ellos en su mesa. El era alemán y ella de Chicago. Se
habían conocido en la misma empresa en Malasía y se les veía muy enamorados. El
amor nunca sabes donde lo puedes encontrar o quizás no te toca pasar esta
experiencia en esta vida.
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