
Siempre me he preguntado si este nombre es muy apropiado para mí, pero es el que me pusieron cuando me recogieron de la calle. Habían atropellado a mi madre, y yo yacía medio muerto y desnutrido debajo de la rueda de un coche abandonado. Todavía me quedaban fuerzas para emitir algunos sonidos, que fueron suficientes para alertar a Ana.
Ahora mismo, a pesar de todo y de lo que haya podido ocurrir, yo la quiero con locura, la venero. Reconozco su olor a kilómetros y me pongo triste y se me quitan las ganas de comer cuando se ausenta. Prefiero morir, antes de que me aparten de ella.
Cuando me recogió, me llevó de inmediato a un consultorio médico donde me quitaron todos los parásitos. Le recetaron vitaminas y una especie de papilla líquida, con la que durante un tiempo y con todo el cariño y paciencia del mundo, me suministraba en biberón. Todavía me vienen imágenes y leves recuerdos de aquellos días felices.
No sé cuánto tiempo más voy a poder resistir en este lugar tan lúgubre, en esta jaula tan estrecha y, como he dicho, no me importaría gastar las vidas que me quedan de las siete que tenemos. A decir verdad, ya me deben quedar pocas, pues más de un susto le di a la pobre Ana.
Yo era pequeño y travieso y todas las cosas llamaban mi atención. Un día, entré en la habitación donde Ana cosía y empecé a juguetear con unos retales de tela que estaban en el suelo. Se ve que me debería tragar alguno, pues lo que sí recuerdo es que me pasé la noche vomitando y me puse muy malito. A la mañana siguiente me llevó corriendo al médico y se me quedaron unos días. Se me ha borrado todo de la memoria, pues debería ser tan horrible, que lo eliminé de inmediato. Sólo sé, que cuando veo batas verdes o blancas, mi pelo se eriza y no puedo contener las uñas.
Ana siempre ha sido muy tolerante conmigo, quizás en exceso, lo reconozco. Le puse las patas de la mesa perdidas. Pero claro, mi instinto y la necesidad de limarme las uñas, aunque esto no creo que haya sido suficiente motivo para que ahora me encuentre aquí enjaulado. Además, parecía que ella nunca le había dado importancia. Incluso cuando alguien venía a casa y con suficiencia le señalaban con cara de interrogante las patas de la mesa, Ana salía en mi defensa diciendo que no me supo educar bien de pequeño, pero que desde luego apreciaba mucho más mi compañía y el cariño que yo le prodigaba que no un simple mueble que podía cambiar en cualquier momento.
Por eso ahora me pregunto, ¿qué le puede haber ocurrido para que me abandone en este sitio tan inhóspito?. La única explicación es aquel tipo. El primer día que se presentó de sorpresa, sin avisar yo lo presentí. Era un verano caluroso como éste y Ana y yo estábamos en el sofá estirados, tranquilamente viendo la tele. Apareció aquel ser desaliñado. Yo jamás lo había visto. Su presencia me turbó y enloqueció. Ya saben ustedes que los gatos tenemos un sexto sentido. Presentimos los sucesos antes de que ocurran. Me puse tan furioso, que cuando se marchó, me faltaba el aire y no se me ocurrió otra cosa que saltar por la ventana al vacío. Aquel día si que puse nerviosa a Ana. Hasta dentro de un tiempo no se dio cuenta que yo no estaba en la casa. Unos niños le avisaron que había caído al patio y sangraba. Bajó la pobre las escaleras de cuatro en cuatro y tuvo que saltar una verja para rescatarme. Se rompió todo el vestido y corriendo nuevamente me llevó al veterinario. Yo estaba tan asustado que en esta ocasión no maullé ni hice nada. Por suerte, sólo me había hecho un rasguño.
No sé qué vio Ana en ese hombre. No me gustaban sus modales, ni su mirada, ni mucho menos como la trataba. Todo el día apestaba a alcohol y fumaba como un carretero. Cuando él un día se instaló en casa, ya no pude dormir en su cama como siempre hacía. Tampoco entrar ni siquiera en la habitación. Si algunas veces lo intentaba, me daba un grito e incluso más de una vez me echó con una patada. Pienso que hasta me tenía celos. Ana cada mañana me ponía comida fresca y agua limpia. También me cepillaba dándome caricias y besos. Todo esto a él lo sacaba de quicio. Decía que yo sólo era un gato y que cualquier día tendría que desaparecer de aquella casa. Un día empezó a beber y no paraba. Cogió tal borrachera que andaba tambaleándose, gritando y dando tumbos por todo el piso. Ana le dijo algo y él de un manotazo la tiró al suelo. Noté entonces que crecía como una pantera. Sin dudarlo me lancé directo a su cara y de un zarpazo le arranqué un ojo. Pero Ana no se movía. Asustado me escondí y alguien después me trajo a este lugar.
Van pasando los días y algo me empieza a oler a podrido en Dinamarca.
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