
Empezó de repente a sentirse un fuerte murmullo. Las miradas expectantes predecían lo peor. No se sabía a ciencia cierta por dónde venía el peligro, pero era evidente que algo estaba sucediendo. Se respiraba una gran confusión. El comercio se paró por unos minutos y algunos corazones latieron con mas fuerza, generando suficiente adrenalina para salir huyendo. La muchedumbre que hacía pocos instantes circulaba plácidamente, ahora sin explicación aparente, había desaparecido. Todos tenían sus enseres ya recogidos, pero nadie se atrevía a marchar, por no perder el puesto que con gran astucia y esfuerzo se adjudicaron con antelación.
Desde nuestro lugar preferente, se veía el espectáculo interesante.
Había venido un amigo de Madrid, que conocí en un viaje, y desde las Olimpiadas no había vuelto a Barcelona. Estuvimos visitando los lugares típicos y después de comer el menú de Palau de Mar, paseamos hasta el Port Olimpic. Nos sentamos en una terraza a tomar un café y al instante nos percatamos de la intensa vida comercial, que a pocos pasos de nuestros asientos se desarrollaba.
Toda clase de tenderetes se afilaban a ambos lados del paseo. Estaba el joven tímido negrito del Senegal que vendía CD’s con lo último en música. A su izquierda, un padre e hija de China se afanaban en buscarle a una turista la talla exacta de unas camisas orientales de vistosos dibujos y colores. Enfrente de ellos, dos mujeres asiáticas con dientes enormes, que no supimos exactamente a qué país pertenecían, ofrecían pantalones bermudas para caballero. Un niño también chino con gorra de béisbol, tenía unos perritos de peluche que ladraban incansables moviendo la colita y haciendo toda clase de monerías. No faltaban por supuesto, los indúes con sus esencias, pakistaníes con las corbatas, y todo aquello inimaginable en una combinación de razas, orígenes y productos.
En el bullicio de la velada, una llamada a un móvil alertó del peligro. Como si se prendiese fuego a una mecha, corrió de inmediato la voz y en unos pocos segundos, se cerraron maletas, llenaron carros de la compra, acarrearon fardos y los más temerosos de un brinco saltaron a la calzada. Entonces vimos como rápidamente, allí donde antes se encontraban estos negocios ambulantes, habían aparecido de la nada varias pitonisas dispuestas a echar las cartas, conchibadas con algunos comerciantes para disimular y guardarles el sitio. Transcurrió el tiempo y el silencio acaparó el ambiente.
Nadie apareció. Ningún policía hizo acto de presencia. Había sido una falsa alarma.
Entonces empezaron las peleas. Los chinos contra los árabes, los pakistaníes contra los indúes. Todos querían recuperar su plaza, como si de una propiedad se tratase. Algunos llegaron hasta amenazarse y querer utilizar las manos. En un instante, un foco de violencia estuvo a punto de estallar. Un nudo oprimió mi estómago. La mirada asustada del niño con su perrito pisoteado hizo volar mi imaginación. Soñé en un mundo justo y solidario, donde nadie tuviera que salir de su país, pueblo o nación para ganarse el pan. No más muertes en pateras para alcanzar un futuro mejor. No mas guerras inútiles. ¿Por qué no se repartía de una vez por todas el capital? ¿De qué servía la Globalización si las oportunidades no llegaban a todos? ¿No era todo una falacia? ¿Qué estaba haciendo yo allí?
El negrito senegalés volvía a colocar cuidadosamente los Cd’s y varios turistas escogían sus músicas preferidas. Dos abuelitos se llevaron 5 al precio de 3. Los turistas y transeúntes circulaban nuevamente con regularidad parándose en los puestos, probando y regateando los precios. Por unos momentos todo siguió con la rutina acostumbrada.
Empezó de repente a sentirse un fuerte murmullo . . .
Desde nuestro lugar preferente, se veía el espectáculo interesante.
Había venido un amigo de Madrid, que conocí en un viaje, y desde las Olimpiadas no había vuelto a Barcelona. Estuvimos visitando los lugares típicos y después de comer el menú de Palau de Mar, paseamos hasta el Port Olimpic. Nos sentamos en una terraza a tomar un café y al instante nos percatamos de la intensa vida comercial, que a pocos pasos de nuestros asientos se desarrollaba.
Toda clase de tenderetes se afilaban a ambos lados del paseo. Estaba el joven tímido negrito del Senegal que vendía CD’s con lo último en música. A su izquierda, un padre e hija de China se afanaban en buscarle a una turista la talla exacta de unas camisas orientales de vistosos dibujos y colores. Enfrente de ellos, dos mujeres asiáticas con dientes enormes, que no supimos exactamente a qué país pertenecían, ofrecían pantalones bermudas para caballero. Un niño también chino con gorra de béisbol, tenía unos perritos de peluche que ladraban incansables moviendo la colita y haciendo toda clase de monerías. No faltaban por supuesto, los indúes con sus esencias, pakistaníes con las corbatas, y todo aquello inimaginable en una combinación de razas, orígenes y productos.
En el bullicio de la velada, una llamada a un móvil alertó del peligro. Como si se prendiese fuego a una mecha, corrió de inmediato la voz y en unos pocos segundos, se cerraron maletas, llenaron carros de la compra, acarrearon fardos y los más temerosos de un brinco saltaron a la calzada. Entonces vimos como rápidamente, allí donde antes se encontraban estos negocios ambulantes, habían aparecido de la nada varias pitonisas dispuestas a echar las cartas, conchibadas con algunos comerciantes para disimular y guardarles el sitio. Transcurrió el tiempo y el silencio acaparó el ambiente.
Nadie apareció. Ningún policía hizo acto de presencia. Había sido una falsa alarma.
Entonces empezaron las peleas. Los chinos contra los árabes, los pakistaníes contra los indúes. Todos querían recuperar su plaza, como si de una propiedad se tratase. Algunos llegaron hasta amenazarse y querer utilizar las manos. En un instante, un foco de violencia estuvo a punto de estallar. Un nudo oprimió mi estómago. La mirada asustada del niño con su perrito pisoteado hizo volar mi imaginación. Soñé en un mundo justo y solidario, donde nadie tuviera que salir de su país, pueblo o nación para ganarse el pan. No más muertes en pateras para alcanzar un futuro mejor. No mas guerras inútiles. ¿Por qué no se repartía de una vez por todas el capital? ¿De qué servía la Globalización si las oportunidades no llegaban a todos? ¿No era todo una falacia? ¿Qué estaba haciendo yo allí?
El negrito senegalés volvía a colocar cuidadosamente los Cd’s y varios turistas escogían sus músicas preferidas. Dos abuelitos se llevaron 5 al precio de 3. Los turistas y transeúntes circulaban nuevamente con regularidad parándose en los puestos, probando y regateando los precios. Por unos momentos todo siguió con la rutina acostumbrada.
Empezó de repente a sentirse un fuerte murmullo . . .
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