
¿Quién sabe con certeza si existe el destino, o no? ¿Si llegamos a este mundo con un camino estructurado y predeterminado, o por el contrario lo vamos haciendo nosotros, paso a paso, día a día, con nuestras decisiones y actuaciones?
De una forma u otra, hace poco mas de cuarenta años, no nos hubiéramos podido imaginar que nuestras vidas transcurrirían como lo han hecho.
No recuerdo exactamente en qué clase ni qué edad teníamos entonces, sé que eran los años sesenta, pero la imagen que me viene de mi amiga María, es en el colegio de las monjas paúlas, con su bata azul, el bolsillo a punto de explotar lleno de chucherías; pipas, caramelos, regalices, y su enorme cola de caballo, con su pelo rizado que no pocas lágrimas derramaba para que pudieran peinárselo. Constantemente se mordía las uñas y escondía su timidez detrás de esa mirada perdida, con los ojos extraviados antes de que la operaran en la consulta barata del Dr. Barraquer.
En aquella época una cosa teníamos clara: queríamos ser monjas. Nos pasábamos la vida en el colegio. De estudiar no es que estudiáramos mucho, pero rezar, lo hacíamos a todas horas. María se enrollaba con todas las monjas, en especial con las novicias, con esas adolescentes no mucho mayores que nosotras, pero que ya vestían el hábito y habían entregado su vida a Dios.
Llegaron los setenta y terminamos los estudios de Comercio. Salimos del colegio y dejamos atrás a las monjas. María ni siquiera finalizó el último curso porque en la primavera le salió un trabajo en una oficina, al lado mismo de su casa. Allí conoció a Rafael, su jefe, quince años mayor que ella.
Aquel verano, cada domingo cogíamos el tren abarrotado de gente y nos desplazábamos hasta Segur de Calafell. Ibamos a la playa con unas amigas y María hacía que nos escondiéramos buscando y espiando en la arena a una familia. Yo no entendía nada pero me divertía muchísimo. Años más tarde supe que aquella familia era Rafael, su esposa y su niña.
Poco tiempo después, Rafael los abandonó y empezó a salir con María. Le compraba joyas, abrigos de pieles, iban a restaurantes caros y los domingos por la tarde antes de que empezara el fútbol a las 8, la dejaba en mi casa. Entonces yo me arreglaba y nos íbamos con el coche a hacer aventuras. Cerrábamos las ventanillas y marchábamos hacia Las Ramblas y dábamos vueltas por el barrio chino. Luego nos dirigíamos al puerto a la Zona Franca y pasábamos despistadas por donde aparcan los coches en espera de ser embarcados. La gracia consistía en que nos parara la Guardia Civil y nos preguntara: ¿Dónde van Vdes, señoritas? Ostras! Nos hemos perdido. Así un domingo tras otro. Antes de que fueran las 10 yo la tenía que acompañar a su casa. Tocábamos al timbre y mirábamos por la mirilla para ver qué cara hacía su padre. Me ponía a mí delante, porque le temía como si fuera un ogro. Entonces nos teníamos que inventar alguna película y desde luego hacer ver que habíamos estado juntas toda la tarde.
María se la comían los celos y constantemente le montaba grandes shows a Rafael. Esto hacía que muchas veces se enfadaran e incluso cortaran la relación. Luego se reconciliaban y volvían a salir. Al final, después de no sé cuanto tiempo hicieron como una especie de boda y se fueron a vivir juntos. Cogieron un piso por el barrio y llegó la primera niña. El para aquel entonces ya no sé cuántos empleos había tenido. Siempre nos contaba que había sido Director de Ventas en una multinacional y vivían en Bilbao cuando estaba con su esposa. Tenían un apartamento en Laredo, pero lo tuvo que dejar todo porque su mujer se añoraba y volvió a Barcelona. Con esto se justificaba de que naturalmente no podía aceptar trabajos que no fueran relacionados con el mundo de las ventas. Fueron pasando los años.
Mi amiga volvió a quedar embarazada, para entonces ya del tercer niño y en aquellos días habían abierto una tienda de ropa. El siempre iba trajeado como si fuera un ministro, con el puro en la boca. Empezó a endeudarse y María tuvo que trabajar de día y de noche para salir adelante. La tienda la cerraron porque le entraron a robar tres veces seguidas y por supuesto no la tenían asegurada. Alternaba la oficina por la mañana, la casa, los niños y a temporadas hacía trabajos también en casa o incluso estuvo yendo a atender el guardarropía de una discoteca por las noches. De esto último me he enterado hace muy poco. El sinvergüenza no tenía escrúpulos. Y eso que a mí, me caía bien.
Una noche acababa de regresar yo de vacaciones. Había estado en la República Dominica y les conté las oportunidades que había para montar negocios. El me cogió la palabra y se fue allí para abrir una empresa de máquinas expendedoras de café. Volvió un par de veces y siempre para que ella le avalara, con su nómina, o incluso con la propia casa. Jamás envió dinero alguno. Hasta hace muy poco ella todavía en silencio le esperaba. Lo amó siempre profundamente.
Han transcurrido los años y los hijos se han hecho ya mayores. Pero mi amiga continúa trabajando y aunque hace tiempo que liquidó la última deuda, sigue teniendo varios empleos porque ésta es su vida. Qué lejos quedaron aquellos días de rezo, inocencia y esperanza.
¿Escogemos entonces realmente nuestra vida antes de nacer? ¿Son nuestras vivencias que nos hacen ser de una forma u de otra y así cogemos un camino o dejamos otro?
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