Muchos años después, frente al mar, con la mirada fija en un
velero que se deslizaba sobre las aguas calmas, la mujer hubo de recordar la
historia que le contara su abuela en su niñez más temprana. Aquellas tardes
inolvidables en espacios atemporales, cuando la anciana rememoraba su juventud
en tierras lejanas. Quizás entre nostalgia y resentimiento le hablaba de su
abuelo, el marinero, ese que ella jamás conoció y que cada vez que tocaba
puerto, allá en la olvidada Cartagena, la dejaba preñada de un nuevo hijo.
Hasta diez parió y pocos de ellos sobrevivieron. Incluida su madre, que años
más tarde, también tuvo que marchar a ese lugar sin retorno, que por mucho que
llores y supliques, nadie vuelve. Mamá nos dejó huérfanas, al cuidado de la
abuela, a mí y a mis hermanas. Vida y muerte, nacer y morir. Una constante en
esta familia. Familia de mujeres que, nosotras, las últimas, ya no hemos pasado
por este trance. Engendrar, parir y luego morir. Mujeres solteras, sin
descendencia. Algo que me atormenta. Algo que me ensombrece el alma.
De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el
centro de la playa, levantó toda la hojarasca y con ella se llevó los recuerdos
de unas vidas imaginadas, las de los ancestros, aquellos que no conocimos, pero
que sus emociones quedaron impresas en la
memoria por generaciones.
Un griterío se escuchó en la lejanía y, a medida que el viento
amainaba, un grupo de niños se acercaron donde ella reposaba. Los niños, me
gustan los niños. Los miró con ternura. ¿Por qué en mi familia no nacen niños? Volvió a entristecerse. A todo eso, ya había anochecido.
Miró a la luna y el barco ya no estaba. Se imaginó entonces navegando con un
viento favorable, surcando mares y tierras lejanas, dejando atrás las
tinieblas, saliendo de la oscuridad.
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