
Estaba anocheciendo y Clara apresuró el paso en dirección a la estafeta de correos de la Avenida Mistral. Le molestaba tener que ir a recoger los certificados a la estafeta, pero no estando por las mañanas en casa, no le quedaba otra opción. Abrió nerviosa el bolso y buscó con la mano intentando encontrar el resguardo amarillo que le había dejado el cartero en el buzón. Miró el reloj y todavía quedaba más de media hora para que cerraran la estafeta.
Entró en el recinto y después de recorrer un trozo de pasillo poco iluminado, enseguida divisó varias personas que se alineaban repartidas en dos colas. La mayoría se veían emigrantes, pensó. Se imaginó enviando o recibiendo paquetes de sus países respectivos o poniendo giros a sus familias. Hizo una mirada rápida alrededor, preguntándose en qué fila debía ponerse, y vio en el fondo, a mano derecha encima de un mostrador, dos marcadores luminosos. El primero decía RECOGIDAS y en ese momento aparecía el número 515. En el segundo ya ni se fijó. Debajo había un expendedor de tickets como en las carnicerías y después de revisar todas las opciones, apretó el botón correcto y recogió el número 520. Bueno, no está mal pensó, solo cinco personas tengo por delante. Intentó identificarlas, pero había dos señoras sentadas allí en medio, que realmente la confundieron. No sabría a qué cola pertenecían. Entonces entró un joven con un perro y después de atarlo en los barrotes de un gran carro metalizado, cerca de la entrada, se acercó al mostrador central. Allí un anciano y una señora de mediana edad con un niño pequeño también hacían cola. De repente, una voz de ultratumba gritó: “No se admiten perros” - Clara giró la cabeza y vio a un bonito pastor alemán sentado educadamente con la mirada expectante, observando a su dueño. El chaval, nervioso, hizo oídos sordos pues ya le tocaba su turno, pero la funcionaria con una voz metálica le increpó: “Saque el perro a la calle. No puede estar aquí, ¿no ve que hay niños?”. Que inflexible, balbuceó Clara. El perro no molestaba a nadie. El chico dudó unos segundos, pero viendo la cara de la vieja, que lo miraba sobre las gafas bifúrcales con cara de pocos amigos, decidió largarse. Desligó al perro y salió de la tienda, no sin antes dar una patada de rabia a una silla que estaba por allí en medio. La mujer gritó: “Manolo que nos destrozan el mobiliario” Un hombre calvo, con un guardapolvo de un azul noche, apareció por detrás del mostrador de la derecha y levantando la cabeza miró hacia la puerta. Clara hizo entonces una repasada detallada a toda la estafeta y se le apareció ésta como si estuviera en blanco y negro. Era como si el tiempo se hubiera parado. Le recordaba a aquellas imágenes amarillentas, franquistas, que salían ahora en los documentales. Las paredes estaban desconchadas y seguro que hacía decenas de años que no recibían una mano de pintura. Las cajas y bultos se amontonaban a doquier. La limpieza se denotaba escasa. Allí lo único que había de esta época eran los cuadros luminosos. Fue entonces observando detenidamente a los tres funcionarios y desde luego hacían conjunto con el local. La mujer cascarrabias llevaba un moño cuidadosamente planchado y vestía de un color gris merengo. Clara recordaba a aquellas otras funcionarias, cuando tuvo que hacer el servicio social, allá por los años 70, para poderse sacar el carnet de conducir. En todo esto sonó una especie de timbre que le hizo levantar la vista y mirar hacia el cuadro luminoso que ahora marcaba su número 520. Se dirigió al mostrador de la izquierda y una señora bajita y regordeta con el pelo medio caoba y con tres semanas sin teñir, le pidió el DNI. Clara pensó que estos tres funcionarios ya deberían estar a punto de jubilarse. No dudó que en su día pudieron ser lo suficientemente inteligentes y estudiosos como para aprobar una oposición, pero ahora, su aspecto y comportamiento rancio habían quedado completamente desfasados. Esta estafeta, o bien yacía en el olvido, o los recursos se habían recortado y por lo tanto la remodelación estaba denegada, quizás en espera de la aprobación de un nuevo presupuesto.
Clara observó por encima del mostrador como la pobre funcionaria que la atendía, se acercaba lentamente cojeando del pie izquierdo debido a una calza bastante desajustada. En las manos portaba una caja mediana de cartón con un sobre enganchado en la solapa. Clara sorprendida se le iluminó la cara. El remitente se leía: REPUBLICA DOMINICANA.
TO BE CONTINUED . . .
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