martes, 23 de noviembre de 2010

UNA TARDE MAS EN LA OFICINA

El tic tac del reloj resonaba en su oído semejante a un mantra. Ladeó la cabeza buscándolo con la mirada, y tan sólo habían transcurrido escasos 5 minutos. Todavía faltaba una hora antes de finalizar la jornada. Se puso la mano en la boca para reprimir un bostezo y enderezó la espalda ajustándola al respaldo de la silla. Le dolían las cervicales. El teléfono continuaba mudo. La puerta entornada, permitía escuchar el ruido de la impresora que alguien por control remoto estaba utilizando. De repente un golpe de aire abrió la ventana. Se incorporó y lentamente fue a cerrarla. Se asomó y reconoció en la calle el coche de su jefe. Una mujer rubia le estaba coqueteando mientras él caballeroso, le abría la puerta para que se acomodara. El coche arrancó presuroso y desapareció en la distancia. Una lágrima apareció en los ojos de Marta. Volvió a su asiento y ordenó los pocos papeles que estaban desparramados encima del escritorio. Repasó mentalmente todas las tareas y comprobó una vez más que los correos recibidos durante el día ya estaban debidamente resueltos. Fue cerrando todas las ventanas del programa y el ordenador se apagó dejando con más silencio la estancia. Se quedó quieta en la silla y le vino entonces el recuerdo, de muchos años atrás, cuando era una niña, las interminables tardes de los domingos en casa de sus tíos. Sin ninguna amiga con quien jugar. Con el humo de caliqueño que mareaba y nublaba el ambiente. El carrusel deportivo que atento escuchaba su tío recontando los goles de la quiniela y que a ella le embotonaba la cabeza. Su tía cosía o bien le daba a las agujas de media tejiendo un jersey para cuando volviera de permiso su primo, que estaba haciendo la mili en Canarias. ¿Qué quieres esta noche para cenar Marta? Estúpida pregunta, pues siempre había tortilla de patatas. Aquellas tardes en que las horas se estiraban y lo único divertido era soñar. Soñar que se hacía mayor, que tenía muchos amigos y que uno en especial la llevaría al altar. Así le había sucedido, primero a su hermana, luego a sus primas y más tarde también a muchas de sus amigas. Sin embargo a ella no. Los años le transcurrieron esperando, observando la vida de los demás. Mirando muchos relojes, empujando las agujas con los ojos fijos para que el tiempo volara y llegara la hora de plegar. Se puso el abrigo, cogió el bolso y como todas las tardes a la misma hora dijo: “adiós, hasta mañana” a la señora de la limpieza que se cruzó en el pasillo al salir.


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