Aquel día, como todas las tardes después de comer, me recosté en la cama para hacer la siesta. Me pareció que hacía poco que dormía, cuando una extraña sensación hizo que abriera los ojos y de un impulso me girara al otro lado para tener una visión increíble. Sentí entonces un estremecimiento seguido, por qué no decirlo, de un poco de miedo, al ver que en el techo de la habitación se acababa de abrir un agujero. Por él descendía una especie de nebulosa blanca acompañada de luz intensa. Ya más sereno, me incorporé de inmediato y fui a mirar hacia el interior del orificio. La habitación se había impregnado de un suave perfume y cuando miré hacia arriba, un nudo me oprimió el cuello y los ojos se me llenaron de lágrimas. La vi entonces a ella, mi esposa, tan guapa y joven como el primer día en Piscinas y Deportes, cuando tímidamente me observaba sosteniendo con su mano frágil un vaso de Coca Cola, apoyada en la barra del bar. Tenía el mismo talle de avispa, aquella cintura ceñida que yo rodeaba con mis brazos bailando horas y horas embelesado por su belleza.
Con una sonrisa cálida, serena, sin pronunciar palabra, me ofrecía que me fuera con ella. Lo deseaba tanto, todavía la amaba. Había sido el único amor de mi vida, pero le dije:
- Araceli, yo no puedo ahora acompañarte, aunque es lo que más deseo en este mundo. Como debes saber tengo una nueva familia, y las niñas, nuestras hijas, todavía no son del todo adultas para abandonarlas. No puedo irme, cariño.
Escuché que sonaba el timbre de la puerta, me puse algo encima y bajé apresurado las escaleras. Miré por la mirilla y sorprendido vi a mis cuñados. No entendía nada, ellos habían muerto y ahora ¿venían a visitarme? Les abrí la puerta y los dos también estaban igual de jóvenes como aquel domingo que María me los presentó en su casa. Tampoco emitieron una sola palabra, pero no fue necesario para interpretar el mismo mensaje.
Una calurosa tarde de Junio, no mucho tiempo después de que papá nos contara aquel extraño sueño, se marchó para siempre, en una caída tonta, sin que ninguna de nosotras pudiera hacer nada por él. Ahora duerme solo, sin que nadie lo moleste, pues sólo los vivos tenemos sueños.
Han transcurrido largos años y muchas noches cuando “Morfeo” anda por ahí de parranda y no se acuerda de abrazarme, en la soledad de mi cama, miro al techo y busco un posible agujero, esperanzada.
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