martes, 24 de junio de 2014
IDILIO EN SAMARKANDA
Respiro hondo, intento coger el máximo de aire posible, y miro hacia el mar. Mis ojos entelados ya no alcanzan a ver el paisaje. Las nubes de colores plomizos se confunden con las aguas calmas. Reina el silencio. Miro el reloj y todavía falta una hora para que sirvan el almuerzo. Abro de nuevo el álbum de fotos y dejo volar la imaginación, rebuscando en la memoria algún recuerdo más, que llene mi soledad.
Aquel verano del 93, por pura casualidad, me encontré con Sara y Marta en una conferencia internacional de “Cómo Controlar el Riesgo”. Hacía años que no nos habíamos vuelto a ver, desde que salimos del colegio. Nuestras vidas habían transcurrido por caminos completamente diferentes y, a pesar de que en aquellos años de estudio en el colegio de las monjas éramos inseparables, luego se fue perdiendo el contacto.
La conferencia duró todo el día y, cuando hicieron un break para tomar algo, fue cuando las vi, apoyadas en una columna. Enseguida las reconocí. Quizás fue por instinto o porque tenía que suceder. Ellas sí se veían de vez en cuando. Siempre habían sido más amigas, o al menos era lo que yo pensaba entonces. Me acerqué a ellas, cogí antes una copa de cava de la bandeja de un camarero que paseaba por la sala, y les pregunté:
—¿Cenicienta . . .? ¿Bella Durmiente . . .?
Cuando éramos niñas, en la época aquella que los sábados por la tarde emitían las películas entrañables de Walt Disney, nosotras soñábamos con el Príncipe Azul que aparecería un día en nuestras vidas para colmarnos de amor y bienestar. Yo como de niña tenía el pelo negro azabache y la tez blanca, me quedé con Blancanieves. Marta se pasaba la vida durmiendo y Sara se sentía Cenicienta en su propia familia, pues tenía una madrastra similar a la del cuento.
—¡Blancanieves! —casi gritaron al unísono.
Nos besamos emocionadas y al finalizar el evento nos fuimos a un bar a ponernos al día de cómo había transcurrido la vida en cada una de nosotras. Por aquel entonces, las tres teníamos los cuarenta y pocos y éramos unas aspirantes a ejecutivas agresivas con ganas de comernos el mundo y evolucionar en nuestras respectivas carreras profesionales. “Cenicienta” era secretaria del Credit Manager de una importante multinacional química; “Bella Durmiente” trabajaba en el Departamento de Exportación del Banco de Sabadell y yo estaba en una consultoría americana. Pero ninguna de nosotras había encontrado al Príncipe Azul. Las tres habíamos tenido alguna que otra relación, pero siempre había terminado en fracaso, sufriendo los periodos típicos del desamor.
—¡Qué casualidad! —dijo Marta—, que nos hallamos encontrado aquí, después de tantísimo tiempo. Esto quiere decir algo. De momento, tendríamos que retomar nuestra amistad y a partir de ahora no perder el contacto.
—Sí —añadió Sara—. Por cierto, ¿tenéis planes para este verano? ¿Cuándo hacéis las vacaciones?
No nos costó mucho en ponernos de acuerdo y en un instante volvimos a reencontrarnos con la ilusión de la infancia. A la semana siguiente nos fuimos a una agencia de viajes y contratamos: “La Ruta de la Seda”.
Después de pasar unos días en Moscú recorriendo los lugares más emblemáticos, una mañana temprano cogimos un vuelo hacia Uzbekistán, antigua república de la U.R.S.S. Nos montamos en un autocar y comenzamos la ruta que años atrás hiciera Marco Polo. Visitamos las ciudades de Bukhara, Khiva y llegamos a Samarkanda. Pateamos sus medinas, los zocos; con sus tiendas llenas de colorido por las especies y sus vistosas telas, los mercados con sus frutas exóticas.
Una noche nos llevaron a ver un espectáculo que hacían en una antigua madrasah. Tuvimos entonces la oportunidad de sacarnos los shorts y ponernos algo más elegante. Sara llevaba un maletón que cada vez que cambiamos de hotel necesitaba una hora para recomponerlo. Empezó a sacar vestiditos y probárselos. Compartíamos habitación y por lo tanto teníamos que repartir el tiempo del cuarto de baño.
—¡Saraaaaa! —gritó Marta, desde su cama—. Me estoy durmiendo. A ver cuándo terminas de probarte los modelitos.
—Estoy esperando que salga BlancaNieves de la ducha —ja ja ja.
Nos acicalamos lo mejor que pudimos. ¡Qué cinturita, Dios mío, tenía yo entonces! Cualquier trapito me quedaba bien. Subimos al autocar que nos llevó a la madrasah. Se trataba de una cena al aire libre amenizada con danzas antiguas típicas de la zona. Realmente las tres estábamos guapísimas, cada una en su estilo. Después de la cena, comenzaron las danzas. Interpretaban historias de amor de jóvenes prometidos. Sara se fijó en uno de los artistas que decía no dejaba de mirarla.
—No digas tonterías, hija, no ves que nos mira a todas, ja ja ja —dijo Marta, tronchándose de risa.
Al finalizar el acto nos volvieron al hotel y nos quedamos en la terraza de la cafetería consumiendo unos cuantos gintonics. De repente apareció el joven. Se había cambiado y estaba todavía más interesante que en las danzas. Saludó al camarero y pidió una copa. Esperó a que se la sirvieran sin dejar de mirarnos. Enseguida se acercó a nosotras. Sus ojos, negros y profundos se clavaron en los míos. Sentí como un fuerte calor incendiaba todo mi cuerpo.
—Buenas noches señoras ¿las puedo invitar a una copa?
—No, gracias —dijo Marta—, me voy a dormir. Estoy cansada de todo el día.
—Espera, espera, querida. Yo también me voy a dormir —dijo Sara, pisándome la punta del pie intencionadamente—. No te acuestes muy tarde Blanca, recuerda que mañana marchamos de Samarkanda.
Nos quedamos solos y como si hubiese quedado hechizada por algún embrujo milenario, mi voluntad quedó anulada y el tiempo se paró. No recuerdo cómo llegué a un palacio con paredes azules, pero me encontré tumbada en su lecho, envuelta en ricas sedas. Sus manos acariciaban todo mi cuerpo. Pequeños besos recorrían mi espalda buscando mi boca ansiosa de fusionarme con sus labios. Nuestros cuerpos sudorosos llegaron al clímax y poco después me dormí.
Al día siguiente todo había terminado. El Príncipe Azul se esfumó, desapareció.
—Blancanieves, ¡a comer, es la hora! Te he venido a buscar porque le he dicho a Marta: “seguro que está mirando el álbum y se le pasa la hora”.
—¿Toda la vida vas a estar enganchada en aquella historia? —dijo Sara con benevolencia—. Después de tantísimos años. Acepta de una vez por todas que aquel tío jugó con todas nosotras. Las paredes azules. . .las sedas . . . sus ardientes besos. . .ja ja ja.
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1 comentario:
agradable lectura para esta tarde de verano
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