martes, 16 de noviembre de 2010

LA SEÑORA DEL AUTOBUS


Todas las mañanas cojo el autobús y, como es el principio, puedo sentarme para el largo recorrido hasta llegar a la Universidad. Abro mi libro y pierdo el mundo de vista sumergiéndome en la lectura. Muchos días, después de un rato, tres o cuatro paradas a lo sumo, instintivamente levanto la vista y enfrente mío encuentro a la misma persona. Es una señora que por su aspecto, podría haber sido sacada de un cuadro de Toulousse-Lautrec. Siempre el mismo peinado, un moño medio deshecho recoge sus rizos naturales color cobre. No sabría exactamente qué edad echarle, pues sus kilitos de más y la forma tan sobria e incluso pasada de moda de la vestimenta que lleva, seguro le hacen sumar años. Sin embargo, me fijo bien en su rostro y la piel fina y blanca guarda todavía la frescura de la juventud. Su nariz respingona y los labios siempre coloreados, con carmín rojo estridente le dan ese aire de maliciosa picardía. Podría tener entre 35 y 40 años y ser inglesa o de algún país anglosajón. Quizás es castellana de Burgos. De vez en cuando levanto expresamente la vista e intento cruzar la mirada. Entonces sus ojos verde claro se clavan en los míos con aplomo y seguridad. Yo tímidamente sonrío, esperanzado, de que quizás un día saldrá de sus labios alguna palabra. Sueño y me imagino cómo puede ser el timbre de su voz. ¿Melodiosa, grave y sensual? ¿Fina, de pito y gritona? Cuando quiero darme cuenta ya ha desaparecido y, si me descuido, me paso de parada. A veces, bien entrada la mañana todavía estoy pensando en ella. Tiene cara de buena persona, pero su forma de mirarme me hace pensar que es estricta y está segura de sí misma. Debe ser casada y lo menos tiene tres hijos. La veo cariñosa y simpática con los niños, aunque fría y distante con el marido. ¿Dónde va cada mañana? Debe trabajar de secretaria o por qué no, igual es Directora de Administración y Finanzas. Ahora con todo eso de la inteligencia emocional . . . ¿quizás profesora de inglés?.

El otro día me quedé hasta muy tarde estudiando y a la mañana siguiente, cuando quise darme cuenta se me habían enganchado las sábanas. De un salto me incorporé de la cama y en el mismo instante, abrieron la puerta de la habitación. ¡Cuál fue mi sorpresa al reconocer entre la penumbra a la señora del autobús!

–¡Oh! Perdón señorito, no quería molestarle, yo no sabia que Vd. . . - dijo con voz cálida y acento sudamericano. Recordé entonces de inmediato, ayer en la cena, cuando mi madre nos comentó que había contratado a una nueva asistenta.




Adriana Buendía es una de tantas emigrantes, que por circunstancias de la vida y del “Corralito”, tuvo que abandonar Argentina y venirse a España.

De familia acomodada, criada en una hacienda en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, se casó con su novio de toda la vida, Antonio, ingeniero. Vivian en una urbanización para ricos, con guardias de seguridad y todo tipo de lujos era poco para ellos. Los niños, Adelita y Pablo iban por supuesto al mejor de los colegios maristas de la ciudad. Adriana compartía una consulta de psicología con su mejor amiga de la escuela de primaria y que también vivía con su marido en la misma urbanización.

Cuando en el 2001 la fuerte crisis económica azotó toda Argentina, el dinero fácil ganado con la especulación y con algún que otro negocio de no muy buena procedencia, hizo que Antonio quedara en la más completa ruina, perdiéndolo todo e incluso hipotecando la hacienda de sus suegros.

Una madrugada, cuando Adriana dormía en casa con los niños, los gritos del servicio y los golpes en la puerta la despertaron sobresaltada. Antonio yacía muerto en la piscina comunitaria. Se había suicidado tirando el aparato de música dentro del agua.

Adriana intentó afrontar la situación y salir adelante con todas las deudas, pero su consulta, aunque estaba llena de pacientes, nadie tenía dinero para pagarle.

Dejó los niños al cuidado de su madre y se vino a Barcelona.

Cada mañana coge el mismo autobús que la lleva a la zona universitaria, donde está haciendo trámites para que le convaliden los estudios de psicología. Se sienta delante de un joven que debe tener unos 18 años y que le recuerda mucho a su Antonio, que en paz descanse, cuando lejos de saber todo lo que se les venía encima, enamorados, daban largos paseos bajo los frutales de la hacienda. Se miran a los ojos y ella siempre retira la mirada pues un nudo en el cuello le rompe el alma.

Aquí tampoco es fácil encontrar trabajo y menos de algo acorde a su antiguo status, pero cuando la necesidad apremia, hay que arremangarse y coger lo que haya. La asistenta social de la parroquia le ha proporcionado una casa en la zona alta para hacer la limpieza. Mañana mismo empieza.

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