Sí,
yo soy la madrastra, pero cuando lean mis circunstancias, podrán sacar
conclusiones. Yo donde estoy ahora lo veo todo con claridad.
Nací
en los años veinte, en una familia humilde, más bien pobre, en el barrio de la
Sagrera. Yo era la tercera de cinco hermanos y como pueden suponer, me tuve que
ocupar de los pequeños, además de ayudar a mi madre en cualquier tarea que a
ella se le ocurriera. Con seis años ya acompañaba a mi madre a limpiar la casa
de unos señores burgueses, que vivían en la zona alta de Barcelona, por allá
San Gervasio. Creo que eran industriales de una fábrica textil, Fabra y Coats,
en el barrio de Sant Andreu, donde de más mayor trabajé un tiempo enhebrando
las máquinas de hilar. Aprovechaban nuestros pequeños deditos para introducir
el hilo por el estrecho orificio de la aguja.
Nunca
fui a la escuela y por tanto nunca he sabido ni leer ni escribir. Tampoco mi
madre me enseñó nunca a hacer una caricia o dar un beso, porque era una mujer tirando
a huraña, o quizás no tenía tiempo y desde luego, todo aquello que no ves a tus
mayores o no te enseñan de pequeño, rara vez tú podrás luego realizarlo.
Y
como ya saben, en el treinta y seis estalló la guerra civil y mis recuerdos son
de pasar mucha hambre y muchísimo miedo. Mi hermana pequeña y yo dormíamos en
la misma cama y había noches que sonaban tantas veces las sirenas, anunciando
los aviones italianos y alemanes que venían a lanzar sus bombas, que ya no
teníamos ganas de bajar al refugio y nos escondíamos debajo de la cama sin
importarnos que aquella fuera nuestra última noche.
Los
últimos meses de la guerra ya no quedaba nada para comer y los rumores decían
que en la estación de Francia había trenes cargados de comida. Allí nos íbamos
corriendo, pero la mayoría de las veces volvíamos con las manos vacías o en el
mejor caso, con algún saco de avellanas.
Pasaron
los años, y como toda mujer, el objetivo era conocer un buen partido para
casarse, un hombre que te mantuviera y tú dedicarte a lo que las mujeres de la
época se dedicaban, las tareas del hogar. En eso mi hermana, aunque era tres
años menor que yo, siempre fue muy espabilada y se lo sabía montar. Ella me
instruía en cómo debía camelarme a un hombre, para sin que se diera cuenta,
quedara atrapado.
Y
así sucedió, que en la fábrica donde ya empecé a tejer conocí a Pere. Enseguida
nos gustamos y cuando sonaba la sirena para hacer una parada para desayunar,
nos encontrábamos en la cantina y quedábamos para ir al cine o a bailar. En
verano íbamos a la playa, le gustaba mucho nadar. Y allí en la Barceloneta, nos
dimos los primeros besos y caricias. Estuvimos festejando dos años y ya
hacíamos planes para algún día casarnos. De hecho ya lo había llevado a casa y
lo conocía toda mi familia.
Pero
el destino es cruel, y un desafortunado día, él estaba limpiando y engrasando
unas maquinas y algo funesto se descolgó y quedó atrapado entre hierros pesados
que le fracturaron la columna. Sonaron todas las alarmas y lo llevaron de
inmediato al Hospital Clínico. Estuvo ingresado muchos meses. Pudieron salvarle
la vida, pero no sus piernas. Quedó parapléjico en una silla de ruedas. Yo al
principio iba a verlo muchos días al salir de la fábrica, pero a medida que iba
pasando el tiempo y supimos cómo había quedado, mi madre emitió una sentencia.
¿Qué harás con un inválido? Lloré mucho y me desesperé. Lo fui a ver una última
vez ya en su casa y él mismo, presintiendo mis dudas y remordimientos, me dijo
que me olvidara de él.
Transcurrió
el tiempo, y aunque se me habían quitado las ganas de frecuentar con hombres, ya
saben, marinos norteamericanos en el bar Cosmos, abajo en las Ramblas, una
tarde de domingo mi hermana me animó para que la acompañara a bailar a Piscinas
y Deportes.
Y
cuando llevaba un buen rato observando a las parejas como bailaban bien agarraditas,
escuché una voz melodiosa que me pedía para bailar. Me miró a los ojos y yo le
extendí mi mano. Olía a colonia Varón Dandy. Vestía impecable, un traje gris
merengo. Sus modales eran de un auténtico caballero. Enseguida intimamos.
Cuando lo vio mi hermana, me dijo que no me lo dejara escapar.
A
los pocos días de salir, me confesó varios temas importantes. Era joyero, viudo, tenía tres hijas, la mayor de 18, la
mediana de 7 y la pequeña de 4. Vivían todos con la suegra en un piso por Plaza
de España. También me dijo que estaba saliendo con una chica de Vallfugona,
pero que su relación no acababa de funcionar. Aunque todas estas noticias me
echaron para atrás, continuamos frecuentando la cama. Era un amante excelente.
Yo
me lo pasaba genial con él, pero sin ninguna perspectiva de futuro. No tenía
seguro si alternaba con la otra y tampoco me emocionaba el panorama que me
había descrito. Para ser sincera, jamás me han gustado los niños. Ya tuve
suficiente con mis hermanitos.
Pasaron
los meses y un buen día me di cuenta de que no me bajaba el periodo. Yo ya
tenía unos añitos, pero no tenía la seguridad de que todavía fuera fértil. Pedí
hora al médico y me confirmó que estaba embarazada. Lo comenté en casa y mi
hermana se puso a aplaudir. Mi madre organizó una comida familiar y lo
invitamos con el fin de comunicarle la noticia. Estábamos todos, mis hermanos
mayores también. El pobre se quedó helado. Pero antes de que se marchara, nos
dijo que cumpliría con sus obligaciones y que no me iba a dejar sola.
Y
una tarde de domingo, me llevó a su casa y me presentó a toda su familia. También
vinieron sus amigos íntimos que vivían enfrente. El piso era más pequeño de lo
que yo había imaginado. Además una habitación la ocupaba su taller de joyería
dónde él y sus operarios elaboraban unas hermosas piezas de oro. El
recibimiento, sin ser hostil, no fue como para tirar cohetes. Se oían rumores
por todas partes y las niñas me miraban como un bicho extraño. La anciana, me
dijo que me lo pensara bien antes de dar el paso. Pero ¿qué otra alternativa
tenía?
A
los pocos meses nos casamos en la parroquia de mi barrio. Estuve arropada por
toda mi familia. Algo sucedió en medio de la ceremonia. Se escuchó un chirrido
y la pesada puerta de la iglesia se abrió y entró una muchacha. Los rumores
comenzaron cuando todo el mundo se giró para ver quien entraba. Era la ex novia
de Vallfugona, que venía a cerciorarse de que ya no había vuelta atrás. Pobrecilla,
estaba enamorada.
Nos
fuimos un par de días a la Costa Brava, como viaje de novios, y a la vuelta ya
me instalé en su casa con lo puesto. Tuvieron la delicadeza de sacar el cuadro
enorme de la fotografía de su anterior y amada esposa, que coronaba la cama de
matrimonio, y lo colgaron en la habitación donde dormían las niñas. Por
supuesto, la suegra marchó a vivir a casa de su otra hija en la calle Hospital.
Y
llegó el lunes y me tuve que integrar en la familia. La hija mayor continúo
ocupándose de sus hermanas y yo de ir a hacer la compra y cocinar. Enseguida me
di cuenta que todo aquello me venía grande. Llegó la hora de comer y mi marido
salió de su taller de joyería y se sentó a la mesa. Las niñas pequeñas ya
estaban con sus batitas azules, preparadas para ir al colegio y se despidieron
de su padre dándole un beso. A mí ni me miraron. Su padre las paró y les dijo:
—Nenas darle un beso a María, que a partir de ahora será vuestra madre. Yo sin
pensarlo ni un momento, agobiada como estaba, sintiendo las patadas en mi
vientre del hijo que esperaba, solté: —Yo plato de segunda mesa no soy, y que
quede claro que estas no son mis hijas y nunca lo serán. Un silencio sepulcral
reinó en la estancia.
A
los pocos meses nació mi hijo. Un varón precioso que llenó de gozo a mi marido,
pues sólo había tenido niñas y siempre lo había deseado. Para acallar las malas
lenguas, además era clavado a él. Yo no podía con todo, ni mucho menos. La
mayor se puso a trabajar de dependienta en una joyería donde conocería a su
futuro marido. Vino entonces a ayudarme una vecina de la escalera que ya en
vida de la antigua mujer, entraba a hacer las tareas más pesadas de la casa,
limpiar, hacer lavadoras, etc.
Tengo
que reconocer que todas se volcaron en darme apoyo, pues el niño era un
encanto. Los niños son inocentes y se relacionaba con sus hermanas de
maravilla. Fui yo que lo quise educar como mi madre había hecho conmigo, con
las mismas manías y prejuicios. Esto generaba discusiones, burlas y risas por
parte del resto de la familia. Yo no daba al abasto con todo y tal como dije
aquel desafortunado primer día, separé la familia “tus hijas y mi hijo”. Ahora
soy consciente que nunca acompañé a ninguna a comprarse un vestido o a
llevarlas al médico. Para eso ya estaba la hermana mayor e incluso su padre tal
y como habían hecho desde que falleció la madre.
Nuestra
relación de pareja también se fue enfriando porque yo jamás estuve a la altura.
Mi marido era un intelectual, un artista nato. ¿Qué conversaciones podíamos
tener? ¿De qué temas podíamos hablar? Yo ni siquiera sabía leer ni escribir.
Tampoco tuve la intención de aprender, ni cuando mi hijo empezó a ir al
colegio. A él también lo avergonzaba y cuando yo metía la pata en preguntas
como qué era más grande, Paris o Francia. Se reía y decía, mi madre es algo
campesina.
Transcurrieron
los años, la mayor se casó y marchó de casa, las otras encontraron trabajo y hacían
su vida, y mi marido se dedicó a sus múltiples hobbies, poesía, fotografía, y
por supuesto su oficio de joyero, que ahora ya no lo hacía en la habitación del
taller, porque una empresa lo contrató a él y a sus operarios. Aquella casa se
convirtió en una especie de pensión, donde la gente solo venía a comer y
dormir. Mi marido continúo teniendo relación con toda la familia de la madre de
las niñas, pero a medida que yo les abría la puerta con el delantal puesto y cara
de póker, dejaron de venir. Y es que era mi carácter, no lo hacía con malicia.
Me estaba volviendo como mi madre.
Ahora
sé que todo está escrito y una tarde calurosa del mes de Julio, mi marido se
levantó de la cama de hacer la siesta, como era su costumbre, y se marchó a
comprarse unas zapatillas. Al día siguiente nos íbamos todos a una excursión,
organizada por el club de la empresa donde trabajaba la mediana. Yo estaba en
la galería tendiendo una lavadora y sentí primero que introducía la llave en la
cerradura y a continuación un golpe seco y un susurro. Corrí al recibidor y
encontré a mi marido estirado en el suelo con la frente sangrando. Solo pude
escuchar un susurro que no entendí. Falleció en el instante. Salí corriendo a
pedir auxilio a los vecinos y en ese momento, llegaba mi hijo del instituto y
vio a su padre allí muerto. El mundo se me vino abajo.
A
pesar de que las hijas se ocuparon de solucionar todo el papeleo, yo tenía un
miedo terrible de cómo íbamos a vivir. Cobré una suma importante del seguro de
la casa, por accidente en el hogar, dinero que duró poco porque mi hermana, que
estaba acostumbrada a venir a casa y pedirle dinero a mi marido, ya se encargó
de sonsacarme una buena suma. Además me dejó bien claro, que a partir de ese
momento, yo era la dueña de todo y así se lo tenía que transmitir a las chicas.
Un día, cuando ellas estaban trabajando, vino y empezó a revolver los cajones
del taller. Encontramos todas las joyas de la familia y ella se encargó de
venderlas y o empeñarlas.
Este
hecho fue el detonante para que las muchachas buscaran un piso y se fueran de
casa. Yo me quedé sola con mi hijo, y entre la educación que le di y el trauma
que le causaría la muerte de su padre, jamás se puso a trabajar y vivió conmigo,
hasta que yo también ya anciana, marché a este espacio atemporal donde nos une
la consciencia y puedes reflexionar de todos los hechos de tu vida. Mi marido y
su amada esposa están en un plano superior para almas más evolucionadas.