lunes, 8 de julio de 2024

LA BAILARINA CONTROVERTIDA

 



Esta noche no he podido dormir, he dado muchas vueltas en la cama y un mal presentimiento me acechaba. Al alba, he escuchado fuertes pasos de botas de soldados. Me venían a buscar. Ha llegado la hora. La Hermana María, con mucha cautela, ha entrado en la celda y me ha despertado. —Cariño, están aquí, vístete.  —Por favor hermana, ayúdeme a peinarme. No quiero que me vean así. Mi preciosa melena color negro azabache. Cuántos hombres todavía pagarían por acariciarla.

          Ahora, aquí, delante del pelotón de fusilamiento, me van a ajusticiar. En un instante, mientras los soldados preparan sus armas, el tiempo se para y como fotogramas de una película, recuerdo toda mi vida.

          Me llamo Margaretha Geertruida Zelle, nací en una familia acomodada neerlandesa en 1876. Los primeros años de mi infancia fueron muy felices. Era dicharachera y pronto aprendí a hablar en diferentes idiomas. Mi padre me paseaba cogida de la mano, por las calles del norte de Holanda, muy orgulloso. No era una niña guapa, pero sí destacaba mi pelo negro y tez morena, en medio de tantos rubios de piel blanca. Decían que era exótica y que quizás mi origen venía de las colonias orientales.

          Pero como sabes, estimado lector, la felicidad dura muy poco, y la mía se vio truncada cuando mi padre huyó con otra mujer en 1889. Nunca pude comprender, que si yo era la niña de sus ojos y siempre me colmaba de regalos caros, nos pudiera abandonar. Mamá no lo pudo superar y al cabo de dos años falleció.

          A los 14 años entré en una escuela para formarme como maestra de guardería. Por aquel entonces, mi actividad sexual ya era muy importante y seduje a un hombre casado de 51 años, nada menos que el director. Solo habían transcurrido dos años y me expulsaron. Entonces me fui a vivir con mi padrino a La Haya, una ciudad llena de oficiales de las colonias que regresaban de su servicio en las Indias Orientales Holandesas.

          Un día, después de tener diversas aventuras desafortunadas, hastiada, desesperada y triste, contesté el anuncio insertado en el periódico del capitán Rudolf MacLeod: “Busco una muchacha de talante agradable que quiera convertirse en mi esposa y esté dispuesta a seguirme allá donde mi trabajo me lleve”. Enseguida pensé que los oficiales de las Indias Orientales vivían en mansiones enormes y que este hombre me podría dar una vida mejor. Estuvimos carteándonos muy poco tiempo y, aunque Rudolf era veinte años mayor que yo, nos casamos en Amsterdam el 11 de julio de 1895 cuando todavía no había cumplido los diecinueve.

          Yo quería vivir como una mariposa al sol, dije en alguna entrevista, pero como te he comentado antes, la felicidad dura muy poco. Enseguida descubrí que mi marido estaba lleno de deudas, era adúltero y bebía mucho alcohol.

          En 1897 nos trasladamos a la isla de Java, con nuestro bebé Norman John y en el buque que nos transportaba, descubrí que me había contagiado de sífilis. Enfermedad que hacía estragos entre los militares de las Colonias Orientales y de muy difícil tratamiento. En 1898 nació nuestra niña Louise Jeanne. Nuestro matrimonio se había ido deteriorando a marchas forzadas y cada vez estábamos más lejos uno del otro. El me trajo a casa una concubina que la hizo pasar por la asistenta doméstica.

          Un día sucedió algo terrible, que sería el principio de que todo cambiara. Un soldado nativo, resentido por el maltrato que recibía de mi marido, conchabado con la asistenta, entró por la noche en los aposentos de los niños, y les proporcionó una sustancia venenosa. Mi pobre Norman falleció con una espantosa muerte. Louise se salvó gracias a que yo todavía le daba el pecho. Yo quedé desolada. ¿Te puedes imaginar el sufrimiento de una madre, perdiendo a su primogénito con una muerte tan espantosa? Mi marido buscó amparo incrementando la toma de bebida. Yo cubrí mi soledad interesándome por la cultura javanesa, en especial con las danzas folclóricas balinesas y las técnicas amatorias orientales, que me proporcionaron años más tarde fama como cortesana de lujo.

          Regresamos a Europa y en 1906 nos divorciamos definitivamente en Holanda. En principio yo tuve la custodia de mi hija, pero poco tiempo después Rudolf presentó un alegato haciendo constar mi libertina vida en la isla. Jamás me pasó una pensión alimenticia y me tuve que espabilar para sobrevivir. Alguien dijo que una mujer se hace fuerte a copia de sufrimiento.

          Me trasladé a Paris y posé desnuda para varios pintores. Mis ingresos eran muy bajos y tuve que empoderarme. Aprovechando la literatura romántica del siglo XIX sobre la cultura oriental, utilizando mis conocimientos de danza y con mi aspecto físico exótico, cree el personaje de Mata Hari, supuesta princesa de Java que significa en malayo “El Ojo del dia”. Actué en el Museo  Guimet propiedad del coleccionista Émile Étienne Guimet. Aquí empezó mi fama haciendo de bailarina exótica y con velos traslúcidos que dejaban ver mi cuerpo. También hacía strip tease. Las localidades quedaban agotadas de inmediato. Te puedes imaginar cómo encandilaba a los hombres con mis movimientos exuberantes y no te voy a negar que me convertí en una cortesana de lujo. Tuve muchos amantes de todas clases sociales y entretanto, estalló la Guerra Mundial. Como Holanda se declaró neutral yo podía transitar de un lugar a otro sin ningún problema. Me acusaron de ser una espía de ambos bandos y ya sabes que cuando un hombre está relajado en brazos de una cortesana, le confiesa todo aquello que necesita liberar de su mente.

          Se ha escrito mucha literatura sobre mí, pero la verdad es que soy inocente. Se me hizo un juicio bastante dudoso y poco claro, que puedes comprobar en los libros de historia. Sólo soy una pobre mujer que después de una infancia feliz, tuvo que hacer de todo para sobrevivir.

          Ahora solo me acuerdo de mi hija, que el depravado de mi marido no me dejó jamás volver a ver. Muero en paz.

 

          Este relato de ficción está basado en hechos reales.

 

Roser Lorite





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