Esta noche no he podido
dormir, he dado muchas vueltas en la cama y un mal presentimiento me acechaba.
Al alba, he escuchado fuertes pasos de botas de soldados. Me venían a buscar.
Ha llegado la hora. La Hermana María, con mucha cautela, ha entrado en la celda
y me ha despertado. —Cariño, están aquí, vístete. —Por favor hermana, ayúdeme a peinarme. No
quiero que me vean así. Mi preciosa melena color negro azabache. Cuántos
hombres todavía pagarían por acariciarla.
Ahora, aquí, delante del pelotón de fusilamiento, me van a
ajusticiar. En un instante, mientras los soldados preparan sus armas, el tiempo
se para y como fotogramas de una película, recuerdo toda mi vida.
Me llamo Margaretha
Geertruida Zelle, nací en una familia acomodada neerlandesa en 1876. Los
primeros años de mi infancia fueron muy felices. Era dicharachera y pronto
aprendí a hablar en diferentes idiomas. Mi padre me paseaba cogida de la mano,
por las calles del norte de Holanda, muy orgulloso. No era una niña guapa, pero
sí destacaba mi pelo negro y tez morena, en medio de tantos rubios de piel
blanca. Decían que era exótica y que quizás mi origen venía de las colonias orientales.
Pero como sabes, estimado lector, la felicidad dura muy
poco, y la mía se vio truncada cuando mi padre huyó con otra mujer en 1889.
Nunca pude comprender, que si yo era la niña de sus ojos y siempre me colmaba
de regalos caros, nos pudiera abandonar. Mamá no lo pudo superar y al cabo de
dos años falleció.
A los 14 años entré en una escuela para formarme como
maestra de guardería. Por aquel entonces, mi actividad sexual ya era muy
importante y seduje a un hombre casado de 51 años, nada menos que el director.
Solo habían transcurrido dos años y me expulsaron. Entonces me fui a vivir con
mi padrino a La Haya, una ciudad llena de oficiales de las colonias que
regresaban de su servicio en las Indias Orientales Holandesas.
Un día, después de tener diversas aventuras desafortunadas,
hastiada, desesperada y triste, contesté el anuncio insertado en el periódico
del capitán Rudolf MacLeod: “Busco
una muchacha de talante agradable que quiera convertirse en mi esposa y esté
dispuesta a seguirme allá donde mi trabajo me lleve”. Enseguida pensé que los
oficiales de las Indias Orientales vivían en mansiones enormes y que este
hombre me podría dar una vida mejor. Estuvimos carteándonos muy poco tiempo y,
aunque Rudolf era veinte años mayor que yo, nos casamos en Amsterdam el 11 de
julio de 1895 cuando todavía no había cumplido los diecinueve.
Yo quería vivir como una mariposa al sol, dije en alguna
entrevista, pero como te he comentado antes, la felicidad dura muy poco.
Enseguida descubrí que mi marido estaba lleno de deudas, era adúltero y bebía
mucho alcohol.
En 1897 nos trasladamos a la isla de Java, con nuestro bebé
Norman John y en el buque que nos
transportaba, descubrí que me había contagiado de sífilis. Enfermedad que hacía
estragos entre los militares de las Colonias Orientales y de muy difícil
tratamiento. En 1898 nació nuestra niña Louise
Jeanne. Nuestro matrimonio se había ido deteriorando a marchas forzadas y
cada vez estábamos más lejos uno del otro. El me trajo a casa una concubina que
la hizo pasar por la asistenta doméstica.
Un día sucedió algo terrible, que sería el principio de que
todo cambiara. Un soldado nativo, resentido por el maltrato que recibía de mi
marido, conchabado con la asistenta, entró por la noche en los aposentos de los
niños, y les proporcionó una sustancia venenosa. Mi pobre Norman falleció con una espantosa muerte. Louise se salvó gracias a que yo todavía le daba el pecho. Yo quedé
desolada. ¿Te puedes imaginar el sufrimiento de una madre, perdiendo a su
primogénito con una muerte tan espantosa? Mi marido buscó amparo incrementando la
toma de bebida. Yo cubrí mi soledad interesándome por la cultura javanesa, en
especial con las danzas folclóricas balinesas y
las técnicas amatorias orientales,
que me proporcionaron años más tarde fama como cortesana de
lujo.
Regresamos a Europa y en 1906 nos divorciamos
definitivamente en Holanda. En principio yo tuve la custodia de mi hija, pero
poco tiempo después Rudolf presentó un alegato haciendo constar mi libertina
vida en la isla. Jamás me pasó una pensión alimenticia y me tuve que espabilar
para sobrevivir. Alguien dijo que una mujer se hace fuerte a copia de
sufrimiento.
Me trasladé a Paris y posé desnuda para varios pintores. Mis
ingresos eran muy bajos y tuve que empoderarme. Aprovechando la literatura
romántica del siglo XIX sobre la cultura oriental, utilizando mis conocimientos
de danza y con mi aspecto físico exótico, cree el personaje de Mata Hari, supuesta princesa de Java que
significa en malayo “El Ojo del dia”. Actué en el Museo Guimet propiedad del coleccionista Émile
Étienne Guimet. Aquí
empezó mi fama haciendo de bailarina exótica y con velos traslúcidos que
dejaban ver mi cuerpo. También hacía strip
tease. Las localidades quedaban agotadas de inmediato. Te puedes imaginar cómo encandilaba a los hombres con mis
movimientos exuberantes y no te voy a negar que me convertí en una cortesana de
lujo. Tuve muchos amantes de todas clases sociales y entretanto, estalló la
Guerra Mundial. Como Holanda se declaró neutral yo podía transitar de un lugar
a otro sin ningún problema. Me acusaron de ser una espía de ambos bandos y ya
sabes que cuando un hombre está relajado en brazos de una cortesana, le
confiesa todo aquello que necesita liberar de su mente.
Se ha escrito mucha literatura sobre mí, pero la verdad es
que soy inocente. Se me hizo un juicio bastante dudoso y poco claro, que puedes
comprobar en los libros de historia. Sólo soy una pobre mujer que después de
una infancia feliz, tuvo que hacer de todo para sobrevivir.
Ahora solo me acuerdo de mi hija, que el depravado de mi
marido no me dejó jamás volver a ver. Muero en paz.
Este relato de ficción está basado en hechos reales.
Roser
Lorite
Molt bé tata Roser,❣️😚
ResponderEliminarMolt bé. Segur que va ser així.
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