Unos meses después de que entraran las tropas
nacionales en Barcelona, la sala de fiestas Rialto, ubicada en la ronda de San
Pablo 34, volvió a abrir sus puertas para celebrar la verbena de San Juan.
Corría el año 1939.
Pepe, como familiarmente lo llamaban los de su casa y
algún que otro amigo, hacía muy poco que había regresado del campo de
concentración de Argelés. Por suerte, no estuvo mucho tiempo allí, porque su
padre, devoto feligrés de la parroquia del barrio, supo encaramelarse al párroco para que le
facilitara un documento conforme su hijo era “Adepto al Régimen”. El buen
hombre ya había perdido a su primer hijo en la maldita guerra y no soportaría
que le pasara algo malo al pequeño. Así, el chaval de tan solo diecinueve años,
se salvó de ir a la cárcel, incluso de hacer el servicio militar en las filas
franquistas, como le sucedió a muchos soldados republicanos que, aunque
salvaron la vida, perdieron largos años privados de libertad.
Aquella misma tarde, su hermana, que cosía en casa para una sastrería de la calle Hospital,
le hizo los últimos retoques a un traje de su difunto hermano, ajustándoselo a
su medida. —No te mires más al espejo que te queda perfecto —le dijo la hermana,
mientras se secaba una lágrima que se le escapaba del ojo.
—¿Estoy guapo hermana?. ¿Crees que conoceré esta
noche a alguna chica?
—Claro que sí hombre, a una o a varias. Me han dicho
que hay muy buen ambiente, prepárate para bailar de lo lindo. Anda, sácate el
traje que te lo planche y vamos a cenar, sino ¿a qué hora quieres llegar al
baile, cuando todas las chicas se hayan ido a dormir? —rió la hermana.
Había quedado con su amigo Luis, compañero de la
escuela de artes y diseño, La Massana. Los dos estaban estudiando joyería. Pepe
quería haber sido arquitecto y, de hecho, antes de que lo llamaran a filas,
estaba haciendo el bachillerato para poder ir a la universidad. Sus sueños
quedaron truncados, pero su don por el dibujo y el diseño le fue útil en los
meses de contienda, ya que siempre iba en la retaguardia con el escuadrón de
zapadores.
La cola para entrar al Rialto era enorme. Estuvieron
bastante rato hasta alcanzar la taquilla. Pepe enseguida se fijó en una chica
que calzaba unos bonitos zapatos de corte salón. Eran de charol negro y
brillaban relucientes. Iba acompañada de su madre como era costumbre entonces. Estuvo
observándola durante un tiempo y pudo
apreciar como la muchacha caminaba algo insegura, probablemente porque acababa
de estrenar aquellos hermosos zapatos.
Por fin consiguieron entrar en la sala, abarrotada
de personas de todas las edades, dispuestos a pasar una velada divertida
olvidando todas las penurias y el sufrimiento de los últimos meses. No se podía
dar ni un paso. Sonaba la música de la orquesta “The Ramblers” y las parejas más atrevidas ya estaban bailando en la
pista.
—Vamos a la barra a pedir una consumición —le dijo
su amigo, intentando abrirse camino entre la gente.
Habían pasado un par de horas hablando con unos y
con otros, sacando a bailar a alguna chica, cuando de repente, pareció como si
todas las parejas que estaban bailando en la pista desaparecieran y, allí, delante
de sus narices, vio a la muchacha de los relucientes zapatos de charol. Cruzó la pista y en un instante se presentó en
el apartado donde estaban sentadas las dos mujeres.
—Hola, me llamo José, bueno me llaman Pepe —y mirando
nervioso a la madre le preguntó si podía sacar a bailar a su hija. La señora, mostrando
una sonrisa, asintió con la cabeza. Le alargó la mano y la condujo con
delicadeza hasta la pista como si cogiera una figura de porcelana.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Araceli. Tú Pepe, ¿verdad? —sonrió la muchacha
tímidamente.
Pasaron el resto de la noche bailando; charleston, fox, swing, hasta se
atrevieron con el tango. Bebieron alguna que otra limonada e intimaron como si
fueran amigos de toda la vida, o almas gemelas que ya no pudieran separarse
jamás, o al menos ellos así lo creían.
No pasó más de un año, cuando se prometieron amor
eterno en la iglesia de San Agustín.
Cuando falleció la madrastra, pudimos por fin recuperar
el piso de papá donde habíamos pasado toda la infancia. Aquellos recuerdos
siempre tristes que vagan en la memoria, pero que una vez y mil más, intentas
que no se desvanezcan, queriendo llenar ese vacío que te atormenta, que no te deja vivir en paz. Es como un bucle en
el que te sientes atrapada y del cual no puedes escapar.
El piso necesitaba una rehabilitación. Desde que
murió papá en el año ochenta y tres, fueron pocas las ocasiones en las que habíamos
vuelto a poner los pies en aquella casa. El mal rollo vivido hasta entonces nos
fue distanciando. Entré en el taller de joyería, estaba igual que siempre. Cuántos
recuerdos se amontonaban en la mente: volver del colegio y entrar a darle un
beso, los operarios por allí fundiendo cualquier pieza, siempre escuchando música
por la radio, o alguien leyendo la última poesía que había compuesto papá. Los
ojos se me llenaron de lágrimas, miré hacia arriba y vi el altillo donde
recuerdo que papá guardaba todo aquello que ya no utilizaba, pero que había
formado parte de su vida. Cogí la escalera y empecé a bajar cajas, alguna
maleta, carpetas y otros objetos. En la primera caja que abrí aparecieron
multitud de fotografías de color sepia de todos los tamaños. Me entretuve un
buen rato mirando una por una. En muchas de ellas aparecía mamá. Entonces rompí
a llorar. ¿Por qué tuvo que morir tan joven, por qué nos tuvo que abandonar?
Cogí otra caja y me quedé realmente sorprendida al ver que contenía unos
bonitos zapatos de charol. No los había visto nunca ni recordaba que papá
hubiese mencionado alguna vez que los guardara allí. Volví a revisar las fotos
y encontré una donde mamá llevaba puestos esos zapatos. Los dos se veían muy
jóvenes, ¡y tan felices!. Me probé los zapatos y comencé a danzar. Cerré los
ojos y me transporté a ese baile donde quizás un día recuerdo que papá me
contaba, susurrándome al oído, para que la madrastra no lo escuchara, cómo
conoció a mamá.
“Me gustan
las mujeres sexys, sensuales, un vestido negro ajustado y un zapato alto de
corte salón”. Yo le contesté que de jovencita lo había intentado, pero que
torcía el tobillo y cuando fui madurando dejé de comprarme esos zapatos y, de
hecho, al hacer el traslado de piso los dejé todos en un
contenedor.
—Es lo que hay —le dije, mostrándole mis zapatos
planos y muy cómodos.
Era fin de año y como los dos estábamos solos, él
porque su estimada esposa hacía tiempo que lo tenía como un florero en casa y
prefería ver las campanadas por tele5, sola en su despacho, bebiendo cava hasta
que el sueño la vencía y yo, en esa época como tantas otras veces no tenía con
quien pasar una fecha tan señalada, pues acepté su invitación. Lo terrible fue
que él me gustaba, su solo contacto ya me perturbaba, pocos hombres me habían
hecho sentir como él. Aquellas palabras, ahora en la distancia, decían mucho de
él. Yo traspasé líneas rojas que contradecían mis principios, pero me sentía
sola y por fin creía que el Universo me había puesto en bandeja al hombre de
mis sueños. Durante dos años compartimos todo: viajes, playa, esquí, cama.., ¡qué
feliz me hacía sentir!. Me trataba como una reina, aunque en los momentos menos
oportunos sonaba un teléfono y, a continuación, me decía las palabras
dolorosas: “Tú y yo solo somos amigos” “Yo no me puedo comprometer”.
Un día, el más feliz que recuerdo, fuimos finalmente
a celebrar su separación matrimonial. Aquel día respiré hondo, lo había
conseguido, ya nadie podía impedir que fuéramos felices. Pero yo no era esa
mujer sexy y sensual, que viste calzado alto con tacón de aguja, yo solo era
una amiga que pasaba por allí, que escuchaba sus lamentos, que le servía de
flotador cuando él se estaba ahogando y era incapaz de nadar solo a buscarse la
vida. Después de otro fin de año en Marraquech, allí en las cálidas tierras del
desierto, intuí que nuestra relación llegaba a su fin. Él había encontrado a la
rubia sexy de ajustado vestido negro y zapatos altos.
Cuando la tristeza me embarga y no puedo dejar de
llorar, voy al armario y saco los zapatos de mamá. Cierro los ojos y danzo, doy
vueltas, vuelo y me voy a la sala Rialto y veo a mis padres como bailan
felices. Se besan y me miran, me extienden sus manos. “Venidme a buscar”.
En la meva opinió és un text preciós. Jo no entenc d'estils i formes d'escritura, però em sembla molt planer, emotiu i ben redactat, entres ràpid dins de la història, no costa de llegir, tot el contrari voldria que hagués estat més llarg per gaudir-ne més estona. Al final de l'escrit m'he quedat fent "pucheritos".
ResponderEliminarCarme Català
Es una buena descripcion y los hechos son latentes. Te falta alejar el zoom y presentar a los personajes con colores. Te doy merito pero debes darle mas vida a los personajes. Tu deberias de permanecer fuera de foco. Perdon..
ResponderEliminarM'encanta, no sabia que tenies aq habilitat tan interessant.
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