Cuando era
jovencita, soñaba muchas veces que volaba. Me veía feliz, agitando mis brazos
entre las nubes. Volaba a una altura considerable, y atravesaba ríos y
montañas. Me sentía libre, y gozaba del maravilloso paisaje que transitaba
debajo de mí. De repente, sentía que iba perdiendo altura y me acercaba a
alguna población. La gente miraba hacia el cielo y querían atraparme. En
algunas ocasiones, lograban cogerme. En ese momento me despertaba. El sueño era
recurrente.
Por aquel entonces, yo vivía todavía
con mi padre y la madrastra. La convivencia era insoportable. Yo tenía ganas de
huir. Añoraba a mi madre que casi no la conocí, pues marchó a ese lugar sin
retorno, cuando yo sólo tenía tres años. Siempre he sido una niña especial,
llena de carencias.
Cursé los estudios primarios y
Comercio, en un colegio de monjas, y tuve la gran suerte de, al cumplir los
quince años, entrar a trabajar en una multinacional química. Aquello me cambió
la vida por completo. Eran los años 70.
Allí mismo nos formábamos profesionalmente y crecíamos como personas.
Algo impensable hoy día. Cada mañana doy gracias al Universo, por haber tenido
tanta suerte. Siempre he estado en el momento oportuno, en el lugar adecuado.
Me refiero, para ir promocionando.
Fueron transcurriendo los años, y la
empresa se movía. Fusiones, separaciones, cambios de domicilio. Los tiempos
cambiaban rápidamente. Yo con mi afán de crecer y adquirir cada vez más
conocimientos, me presentaba muchas veces voluntaria, para según qué nuevos proyectos
que la empresa ofrecía. Por supuesto, continuábamos formándonos dentro de la
propia empresa, haciendo cursos relacionados con el trabajo que en cada momento
desempeñábamos y actualizándonos con las nuevas tecnologías. Entre ellos
estaban también los idiomas. Había un presupuesto generoso para estos fines.
El Setiembre del 93, me fui a estudiar
inglés a Nueva York, con los fondos que el jefe firmó para mí. Fue una
experiencia inolvidable. Por las mañanas, de 9 a 12, estudiaba en la academia
Bertliz, en Rockefeller center. La misma escuela me había facilitado un
alojamiento, con desayuno incluido, en casa de una viuda que tenía dos amantes
y vivía en la calle Park Avenue, con la 98, cerca de Harlem hispano. Cuando
salía de la escuela me dedicaba a hacer turismo. Allí conocí a una chica
alemana, de Stuttgart, y nos hicimos muy buenas amigas. Nos recorrimos todo
Manhattan. Siempre íbamos juntas a todas partes. Entonces andábamos ligeras y nos
gustaba patearnos las calles. Cuando nos cansábamos, cogíamos el metro y
bajábamos al Trade Center, y nos quedábamos a las fiestas nocturnas que se
organizaban en el Sea Port. Nueva York era sorprendente y al mismo tiempo
familiar. ¿Cuántas películas habíamos visto de Hollywood que no saliera la
maravillosa ciudad llena de rascacielos?. Muchas de Woody Allen. ¿Quién no
recuerda “Hannah y sus hermanas” y otras más?. En aquellos momentos todo era
novedoso para mí.
La señora de la casa nos preparaba
suculentos desayunos americanos; con sus huevos, beicon, tostadas, etc. Los
jueves nos avisaba, y casi nos suplicaba, que no regresáramos pronto por la
tarde, porque le venía su amante canadiense. Ese día, cuando recogía el
servicio del desayuno, ya dejaba preparada la mesa del comedor con mantelería
nueva y copas de vino de cristal. Su amigo habitual era el conserje del
edificio, pero el hombre del cual ella estaba realmente enamorada era el señor
que cada jueves venía a trabajar al Metropolitan Museum. Después disfrutaban de
unas maravillosas veladas nocturnas.
Cuando finalizó el mes, tanto mi amiga
Anne, como yo, regresamos a nuestros respectivos países y trabajos. La vida a
veces te da sorpresas, y mira por dónde, que al cabo de unos años, mi empresa
que era suiza, se fusionó con una alemana. Y mira qué casualidad que era donde
trabajaba mi amiga. Entonces ya no sólo éramos amigas, sino también compañeras
de trabajo en diferentes sites.
Al
poco tiempo, ella vino a España a controlar unos flujos de trabajo en el
departamento de Logística. Por aquellos tiempos, yo tenía un grupo de amigos
con los que salía por las noches y los fines de semana. Enseguida la introduje
en el ambiente, y así nos hicimos todavía más amigas. Le enseñamos toda Barcelona
y al llegar el buen tiempo, disfrutábamos de las playas de todo el litoral. Cuando
ella regresó a Stuttgart, pasados unos meses, cogí unos días de vacaciones y la
fui a visitar. Recuerdo un viaje en autocar que se me hizo pesadísimo. Todos
los otros viajes que se sucedieron, por supuesto los hice en avión. Ella me
acogía en su casa, un apartamento precioso con jardín, en el barrio de Filderstadt. Allí se relacionan
mucho los vecinos de la comunidad y siempre preparaban cenas, eso sí, a las
seis de la tarde como es su costumbre.
La fusión con los
alemanes, para mí fue muy beneficiosa, porque cuando suceden estos hechos se
reestructuran los departamentos y se reparte el personal de ambas empresas. No
es una tarea fácil, a pesar de que vienen empresas externas de consultores que
ayudan a esta labor. En aquellos momentos los derechos de los trabajadores eran
sagrados y no se despedía a nadie, como no fuera alguna jubilación anticipada.
Mi departamento concretamente era Cuentas Corrientes Clientes. Yo me ocupaba de
los clientes de exportación y una de las tareas era el pago de comisiones de
las ventas a terceros. Era un trabajo confidencial que mi larga experiencia me
hacia desarrollarlo con total seguridad. Y entonces sucedió aquello de estar en
el lugar oportuno, en el momento adecuado. Ya llevábamos un par de años
fusionados, con lo cual, cada uno estaba más o menos cómodo en su nuevo puesto
de trabajo y ya habíamos asimilado los roles que nos competían. Las oficinas
estaban en la Vía Augusta con Ganduxer, y allí mismo teníamos una salida de los
ferrocarriles catalanes. Algunas veces, incluso bajaba andando a casa después
del trabajo. Yo vivía cerca de Plaza de España.
Una mañana, solo
llegar al trabajo me llamó la secretaria de la directora para que fuera a verla
a su despacho. Me puse un poco nerviosa, pues era una señora amable pero muy
estricta y no se iba con rodeos.
—Toma asiento
Susana, —me dijo señalándome un pequeño sillón azul que tenía para las visitas.
—El Ceo de Suiza me acaba de llamar para comentarme un asunto que quizás te
puede interesar.
Yo puse cara
expectante y cada vez me iba poniendo más nerviosa.
—Aunque todavía
es confidencial, me ha dicho que van a abrir una sucursal en Nueva York y entre
los asuntos que se llevarán allí, quieren centralizar el pago de las
comisiones. Como ya te conocen, porque esta tarea la llevas tú personalmente,
me han pedido que te informe de, si te interesaría ir durante un tiempo a Nueva
York, para organizarlo todo junto con otros empleados, que también viajarán de
otros países.
«¡Wuala!, pensé.
Es lo que yo estaba deseando. Un cambio, volver a Nueva York y esta vez a trabajar»
—¿Qué me dices?
Inmediatamente
contesté que sí.
—Pues no se hable
más. Cuando tenga todos los detalles ya te los iré comunicando. De momento no
digas nada a tus compañeros. Sólo lo sabe tu jefe inmediato, Joan.
Aquella noche no
pude dormir de la alegría. Necesitaba un cambio ya. Emocionalmente estaba
destrozada. Una vez más me habían engañado y roto el corazón. Los maravillosos
amigos para salir se fueron desanimando y ya casi no había hombres en el grupo.
Sólo quedábamos las amigas y algunas también encontraron novio y dejaron de
venir. Me estaba quedando más sola que la una, y por otra parte se me iba
pasado el arroz. Un día contesté un anuncio y conocí a un tío, que en un
principio su aspecto físico no me convenció, pero le quise dar una oportunidad.
Iniciamos una relación, por mi parte más de sexo que de otra cosa, pero él
resultó ser un vividor y un maltratador. Suerte que al final, ayudada por la
familia y amigas, me lo conseguí sacar de encima. Su único propósito era
instalarse en mi casa y que yo lo mantuviera. Por eso que el cambio me iría
genial para olvidarme de todo y pasar página.
En Enero del año
2000, recién pasadas las Navidades, viajé a Nueva York y me reincorporé a mi
nuevo puesto de trabajo. La oficina estaba nada más y nada menos que en uno de
los edificios de las torres gemelas, en el Trade Center. El primer día nos
hicieron una fiesta de bienvenida los jefes que vinieron de Suiza y Alemania, y
nos presentaron a todos los compañeros que venían de otros países. Entre copa y
copa me fijé en un chico de tez bronceada que me estaba observando, y cuando se
cruzaron nuestras miradas, vino enseguida a saludarme.
—Ciao, bella, sono Armando, de la filial
en Italia.
El corazón me dio
un vuelco, porque hace muchos años, en un viaje que hicimos con una amiga por
toda Italia, también me enamoré de un Armando. Aquel romance duró poco más de
lo que duraron las vacaciones y yo, como siempre, me quedé un tiempo tocada.
Como no sabíamos
el tiempo que íbamos a estar, hasta que no organizáramos y centralizáramos el
trabajo del pago de comisiones, la propia empresa me facilitó un apartamento
que compartía con varias compañeras.
Yo continuaba
relacionándome con mi amiga Anne de Stturgart y la iba poniendo al día de mis
progresos con Armando. Aquello fue un flechazo a primera vista. Siempre me han
gustado los italianos. Tan limpios y aseados, tan simpáticos y este Armando era
maravilloso. Me contaba que su familia vivía en la Toscana, y su padre tenía
viñas y elaboraba un vino tinto de calidad. Algún día me llevaría a conocerlos.
Al terminar la jornada laboral nos íbamos a cenar a cualquier restaurante del
Little Italy y allí estábamos hasta altas horas de la noche. Al final cogimos
entre los dos un pequeño apartamento en Brooklyn. Jamás he sido tan feliz en mi
vida como aquellos maravillosos momentos que viví con él. Reíamos mucho,
hacíamos planes de futuro y sobre todo, nos amábamos con ternura y pasión.
Algunas veces, los sábados por la mañana, nos íbamos a pasear por Central Park
y un día lo llevé a conocer a mi antigua casera que se alegró mucho de volver a
verme y nos preparó una suculenta comida. Aquel día también estaba su amor
canadiense.
Había
transcurrido un año desde que llegara a Nueva York y, como el trabajo que
habíamos venido a organizar, ya iba solo con las nuevas tecnologías, cada vez
más avanzadas, nos reunieron a todos y nos comunicaron que algunos empleados podríamos regresar a
nuestros países de origen, tal y como habíamos firmado en el contrato. De todos
modos, algunos de nosotros nos podríamos quedar en Nueva York por un tiempo
más, previa solicitud por escrito.
Armando y yo nos
miramos y no tardamos ni un segundo en rellenar el formulario para solicitar
quedarnos. Nos encantaba nuestra vida en Nueva York y no íbamos a prescindir de
ella, ni asumir de momento ningún cambio.
Fueron pasando
los meses y llegó el caluroso verano. La verdad es que tenía acumulados todos
mis días de vacaciones, que ya sabemos que en Europa son muchos más de los que
pueden disfrutar los americanos. Decidí cogerlos y regresar a España. También
tenía ganas de volver a ver a mi gente, familia y amigos de Barcelona.
Organizamos el viaje. Armando se tenía que quedar unas semanas más hasta que no
acabara un trabajo que tenía entre manos. Después se reuniría conmigo y también
quería conocer a mi familia. Esos días me llamó mi amiga alemana y al enterarse
de que venía a Barcelona, me propuso venir a verme y pasar algunos días juntas en
la playa en algún pueblecito de la Costa Brava. Así lo hicimos. Reservamos un
hotelito en Cadaqués y esperaríamos que viniera Armando. Cada noche hablábamos
por teléfono. Yo lo añoraba muchísimo. Tenía muchas ganas de verlo y hacer el
amor como siempre, con ternura y pasión.
—Te veo muy
enamorada, —me dijo una noche Anne, cenando. —¿Ya sabéis si os podréis quedar
los dos en Nueva York? ¿Os han dado alguna respuesta?
—Las cosas de
palacio van despacio, pero Armando y yo lo hemos estado hablando y cuando
tengamos la respuesta, tomaremos una decisión. La empresa sabe que estamos
juntos y creemos que lo tendrán en consideración.
Aquella misma
noche me llamó Armando como era habitual y me dijo que se retrasaría unos días
más. Se le había complicado el trabajo. Anne ya tenía que regresar a Alemania y
el día 11 de Setiembre del 2001, por la mañana, cogimos el coche y regresamos a
Barcelona. Paramos a mitad de camino para comer y después mientras iba
conduciendo me sonó el teléfono pero no lo pude coger. Era una llamada perdida
de Armando, que tiempo más tarde escuché en el contestador.
Al llegar a casa,
mientras yo deshacía la bolsa de viaje, Anne encendió la televisión y pegó un
grito diciéndome que fuera corriendo a ver las noticias. El corazón me dio un
vuelco. Me temblaron las piernas. Dos aviones dirigidos por terroristas,
chocaron a propósito en las dos torres gemelas de Nueva York, produciendo un
incendio descomunal hasta el punto de hacerlas caer. Corrí hacia el bolso a
coger el teléfono y escuché el mensaje entrecortado que me había grabado
Armando: «Te amo Susana, te amo con locura. Esto es un caos. No sabemos qué ha
ocurrido. Estamos bajando a pie por las escaleras».
Desde entonces,
por muchos años que hayan pasado, muchas veces tengo el mismo sueño recurrente.
«Planta 48, puerta 24, no pensaba tener que
volver aquí de nuevo»
Así empieza mi
sueño. Regreso, cómo no, al lugar donde conocí a mi amor y compartimos tantos
momentos estupendos trabajando juntos, en un proyecto común. El edificio está
en llamas y entre ellas aparece Armando y me dice: «Cariño, dame la mano, saltemos
al vacio. Tú sabes volar. Enséñame amor» Nos cogemos de las manos, nos
abrazamos, y empezamos a volar alejándonos de la tragedia. Soy inmensamente
feliz. Despierto . . .
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