lunes, 13 de octubre de 2014

LA SIRENITA

Aquella mañana de finales de Octubre, recuerdo como en un flash, que abrí los ojitos y vi a contraluz una señora que planchaba un vestido negro en la galería de casa, pero que no era mamá. Me pareció que la conocía, aunque tenía los ojos hinchados de haberme pasado toda la noche llorando. Poco después me di cuenta de que era la “tieta”. — ¿Dónde está mamá? —le pregunté repetidas veces y continúe llorando al no recibir respuesta alguna. Esa misma tarde cogimos un tren con los asientos de madera y la locomotora negra de carbón y viajamos hasta Montgat. Cuando llegamos al pueblecito costero ya había anochecido. Subimos una cuesta empinada y mi tía me dijo: « ¿Te acuerdas del fighter? No te asustes. Ahora cuando abra la puerta te colocas detrás de mí y dejas que te olfatee. No te hará nada, ya verás.» Yo hice lo que mi tía me dijo y me agarré con fuerza al cinturón de su chaqueta, escondiéndome detrás de ella. Cuando puso la llave en la cerradura y la puerta se abrió, apareció un enorme animal que se abalanzó sobre nosotras y que yo creí que me iba a comer. Me quedé inmóvil, petrificada en el suelo hasta que el perro se calmó y cuando me olió lo suficiente, me dio dos lametazos y me miró con cara de querer jugar conmigo. Con el tiempo nos hicimos muy buenos amigos y hacíamos la siesta juntos y me dejaba subirme encima de él como si fuera un caballo. Lo quería con locura. Yo tenía entonces tres años y mamá hacía solo unas semanas que había fallecido al dar a luz a mi hermana pequeña. «Llévate a Coral contigo», le pidió mi madre a su hermana cuando fue consciente de que se moría. De aquel invierno solo recuerdo al señor Ramiro, el practicante del pueblo, que cada mañana venía a inyectarme unas ampollas de aceite de bacalao. Casi no comía porque la ausencia de mamá me había sacado el hambre. Al final llegué a acostumbrarme al mismo ritual y las últimas inyecciones ya las soportaba sin derramar una sola lágrima. Supongo que al final me recuperé y consideraron que ya comía suficiente. También ayudó que mi tía era una excelente cocinera y sus platos eran deliciosos. Sabía combinar muy bien los alimentos y con pocos ingredientes elaboraba menús exquisitos. Por fin llegó el buen tiempo y pudimos bajar a la playa. Mi tía nunca se bañaba. No recuerdo el porqué, pero yo disfrutaba en el agua nadando con mi flotador con cabeza de cisne, adentrándome cada día un poco más. Me sentía feliz en el mar. Me encantaba sumergirme y llegar hasta el fondo. Veía pequeños pececillos que jugueteaban a mí alrededor. Mi afán era nadar cada día un poco más lejos como queriendo alcanzar la línea que separaba el mar con el cielo. Un día descubrí que el patito estaba completamente deshinchado y al salir del agua fui contenta a contárselo a mi tía. Ya sé nadar, pensé. Al llegar me levantó la mano como para darme una bofetada pero me agarró fuertemente del brazo. «Recoge tus cosas. Ahora mismo nos vamos. Cuando la tieta te llama tienes que venir enseguida. ¿Por qué te vas tan lejos?». Estuve castigada tres días sin bajar a la playa. No entendía por qué se enfadaba tanto. Se ve que me estuvo llamando pero con la distancia no escuché sus gritos. Algún domingo subía papá a verme. Nos traía noticias de mi hermanita pequeña, que la cuidaba mi abuela y mi hermana mayor. A mí la verdad me daba igual esa niña tan pequeña, que casi no había visto nunca. Se ve que cuando nació era tan pequeña que estuvo un tiempo en el hospital metida en una especie de urna o algo por el estilo. Quizás cuando creciera un poco podría jugar con ella. Papá sí que se bañaba conmigo y me enseñaba a nadar. Cuando volvíamos de la playa me sacaba el bañador mojado y me duchaba en el lavadero que tenían mis tíos en un patio interior. Allí fighter también tenía su comida. Una olla llena de arroz blanco con carne picada. Cuando empezaba a anochecer acompañábamos a papá a la estación para que regresara a Barcelona. Entonces a mí me entraban todos los males. Me agarraba fuertemente a sus pantalones y no quería que se marchara. La imagen de verlo aparecer por la ventanilla del vagón diciendo adiós con la mano, la tengo grabada en la retina como una experiencia amarga que me hacía explotar en llanto. Al final mi tía le tuvo que decir a papá que no subiera más a verme, que si pasaba algo ya le avisaría. «Toda la semana come bien y cuando tú vienes está tres días llorando sin querer comer» Mi tío se iba pronto por la mañana y no regresaba hasta la hora de cenar. Trabajaba en el camping “Don Quijote” que estaba en Ocata. Siempre volvía a casa explicando historias y anécdotas que habían sucedido durante la jornada. A mí me encantaba escucharlo hasta que mi tía me hacía irme a la cama. También organizaba pequeñas rutas para los turistas. Se lo montaba de tal manera, que con la excusa de visitar la Costa Brava, todos aprovechábamos el viaje y le hacíamos una visita a mi primo que trabajaba en un hotel de Tossa de Mar. Yo acababa siempre vomitando por aquellas interminables curvas. Un día, una de esas señoras tan amables y guapas, que no recuerdo de qué país venían, me regaló el cuento de La Sirenita. Yo por aquel entonces no sabía todavía leer, pero tuve suficiente con que mi tío me lo leyera una sola vez, una noche antes de irme a dormir. A partir de aquel día tuve claro una cosa. Estaba segura de que mamá era una sirena y que vivía en el fondo del mar. Supongo que como papá estaba siempre trabajando ella se habría enamorado de algún pescador y se habría ido con él en la barca y habrían caído al mar. Por supuesto no le diría nada a mi tía y cuando bajáramos a la playa ya intentaría ver cómo me las arreglaba para nadar hasta el fondo y buscar a mamá. Desde entonces no había noche que antes de dormirme no cogiera el cuento y revisara todas las imágenes donde aparecía la Sirenita y sus hermanas. Muchas noches, durante la cena, mi tía me avisaba de que aquella noche se tenía que ir con mi tío al camping y que no me preocupara ni tuviera miedo porque me dejaría la luz encendida de la cocina. Yo suplicaba a Dios que no me despertara a medianoche, pero El jamás me escuchaba. No sé cuánto tiempo había transcurrido, pero cuando abría los ojos y veía la luz encendida de la cocina, empezaba primero a llamar a mi tía, luego a escuchar ruidos por todas partes y a continuación me tapaba la cabeza con la sábana y acaba llorando, empapada en sudor y no paraba hasta que el sueño me vencía. Supongo que entonces, más de una vez soñé que me convertía en sirena y nadaba al fondo del mar en busca de mamá. Llegó un punto, que mi pequeña mente tan atormentada ya no pudo distinguir si aquel sueño repetitivo era real o no. Cuando mi tía no me castigaba y me dejaba ir a la playa, mi afán era nadar como una sirena y juntaba las piernas dentro del agua haciendo los mismos movimientos que ellas. Pasaron unos cuantos años y tuve la oportunidad de hacer un curso de submarinismo. Fue una experiencia fantástica. Hicimos varias inmersiones en diferentes playas de la Costa Brava; Tossa, Rosas, La Escala, y el día del examen fue en Las Islas Medas. Nos sumergimos treinta metros. En el fondo realizamos una serie de ejercicios para obtener la licencia y una vez finalizado mi monitor me hizo una señal para que lo siguiera. La sensación de ingravidez me producía un placer indescriptible, disfrutando de todo el maravilloso paisaje plagado de colorido y especies que se acercaban a ti como pidiendo que las acariciaras. Sabía de memoria la teoría de que las botellas que llevábamos de oxigeno tenían una curva de seguridad que a mayor profundidad menor tiempo de inmersión. Yo no calculaba el tiempo en absoluto pues confiaba plenamente en mi monitor. Llegamos a una cueva y él entró primero. Yo lo seguí pero llegó un momento que aquello se fue estrechando y cada vez se ponía más oscuro. Lo había perdido de vista. Empecé a chupar aire respirando cada vez más rápido y descompensado. De repente escuché un silencio absoluto. Ni siquiera oía mi propio sonido al respirar de la botella. Me fui adentrando por aquel pasillo que ahora cada vez se hacía más amplio y luminoso. Notaba un bienestar impensable y me sentía ligera notando el frescor del mar rozando mi piel. Me di cuenta que el traje de neopreno había desaparecido y cuando quise mirarme las piernas, una gran cola de diferentes colores plateados me ayudaba a deslizarme con toda naturalidad. Jamás he vuelto a experimentar tanta felicidad de sentirme libre. En aquellos instantes no pensaba en nada y disfrutaba al máximo del momento. El instinto hizo que todavía nadara más hacia el fondo y descendí por una colina. Dentro del mar también encontramos montañas, planicies y diferentes desniveles. Entonces escuché una especie de música, la misma que seguro escuchó Ulises en su largo viaje. Y allí, coronada como una princesa, estaba mi madre. La reconocí enseguida por la foto que tenía en mi habitación. ¡Era mi madre!. Yo estaba en lo cierto. No había muerto. — ¡Mamá! — le grité. Me sonrió, con aquella sonrisa cálida que mi padre describió en sus poesías y de esa sonrisa se enamoró. Ahora mismo no puedo acabar este texto porque las lágrimas empañan mis ojos. Cuando muera, por favor no enterréis mi cuerpo, ni tampoco lo queméis, ni lo pongáis en una caja. Envolvedme en una sábana y depositarme en el mar. Dejadme flotar libre que la mar me acogerá

1 comentario:

Unknown dijo...

M'ha encantat!!🤩🥰😘😘😘